Las masacres carcelarias han desatado innumerables análisis y propuestas. La mayoría resalta la disputa de liderazgo, la lucha por territorios, la influencia extranjera. Otras enfatizan la fragilidad de políticas carcelarias, la ausencia de Estado. Todas denuncian la crueldad: degollamientos, desmembraciones, incineración. Cuesta creer que seres humanos lleguen a tal nivel de abyección.
Propuestas de solución emergente brotan por todo lado. Apuntan a reducir el hacinamiento (sentencias, deportaciones), a ajustar controles, a clasificar presos, a mejorar infraestructura, a habilitar nuevas prisiones. Un abanico de salidas… foco en los efectos y en la mano dura.
También han aparecido comentarios inquietantes, anónimos y en voz baja. Con matices, dicen más o menos así: “Que se maten entre ellos; no es nuestro problema. Son delincuentes peligrosos que tienen que pagar. Menos malhechores significa ahorro de dinero, personal, infraestructura. Se limpia la escoria. La seguridad mejora para todos”.
Este tipo de razonamiento no es nuevo. Tomó cuerpo algunos años en países de Centroamérica azotados por maras sanguinarias. Justificó cierta inacción frente a las guerras intestinas. Las causas esgrimidas fueron iguales: disputa de territorios y liderazgo. Con la droga en la mitad. Con crueldad similar. Una forma retorcida de pena de muerte.
Resulta oportuno desmenuzar un poco. Ante todo, afirmar que no es opción del estado brindar seguridad; es su misión y obligación; para eso existe y para eso gasta nuestros recursos. No puede minimizar su deber, hacerse a un lado y mirar en otra dirección. No puede endosar la tarea a terceros o a las propias víctimas.
La seguridad como servicio estatal no excluye a nadie, no tiene dedicatoria. Son las personas en situación de emergencia -muchos reos- las que mayor atención demandan. El Estado no es propiedad de nadie. Y nadie tiene la potestad para definir las personas que viven y las que van a morir en las trifulcas. El derecho a la vida es cimiento para los demás derechos. Sin él los demás pierden sentido.
Hay que tener presente que “ellos”, la escoria, son producto de nuestros sistemas sociales y exclusiones. Son parte de los “nuestros” que aumentarán si no afectamos las causas y condiciones de sus vidas y sus estructuras de muerte. Hay mucho de ignorancia, insensibilidad y autoritarismo en las argumentaciones esgrimidas.
Un buen comienzo pasa por el reconocimiento que estamos rebasados y sin propuestas integrales. Que no existe capacidad suficiente en el Estado para hacer frente a esta avalancha transnacional. Que las miradas punitivas y fragmentadas no bastan. Que el estado de excepción no resuelve mucho. Que es indispensable planear en grande con apoyo especializado… Cuanto más pronto reconozcamos la complejidad y gravedad del problema y las limitaciones internas, mejores serán las respuestas.