La nueva arquitectura constitucional concebía una estructura que modificaba el equilibrio clásico de los pesos y contrapesos con tres poderes, al juntar al Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial las funciones Electoral (antes Tribunal Supremo) y la novedosa Participación Ciudadana.
Así, se contaría con cinco poderes, más que en cualquier Estado republicano, más que en el poder de partido único: el modelo se promovía como una democracia más participativa.
A la nueva función se dio un nombre rimbombante: Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. ¡Ahora sí el pueblo tendría acceso al poder! Pero en la práctica todo queda en un discurso sin sustento, en una simulación de la indispensable participación ciudadana.
Los concursos de méritos, los operadores políticos insertados en los procesos y los resultados de las designaciones y la poco eficaz tarea de superviligar a los otros poderes así lo demuestran. Por si esto fuera poco, el escenario privilegiado de las supuestas veedurías se derrumbó. Cayó de la tarima porque los veedores que miraron con lupa el caso de Fabricio Correa terminaron respondiendo ante la Justicia por la osadía de investigar. Y los correctivos que debieron aplicar los entes de justicia tras la Veeeduría Internacional han quedado en un lavado de manos olímpico.
La participación ciudadana es un poder cooptado y vertical que nace del mismo tronco político.