Primero fue Túnez y luego Egipto. Dictaduras instauradas por décadas, si no con la complacencia al menos con la indiferencia del mundo moderno, terminaron desplomándose como con el soplido de un siroco. El mundo occidental ha terminado alarmado conociendo las fortunas acumuladas por esos gobernantes, sus familiares y allegados. Ahora la crisis política ha tocado las puertas de Libia. En esta ocasión, pese a que las condiciones son muy parecidas a las de los dos países anteriores, la cofradía de la intelectualidad mundial ya no es unánime porque el sátrapa que ha doblegado por cerca de cuarenta años a su pueblo, que alimentó y preparó a terroristas que segaron vidas inocentes, se declaraba “antiimperialista”, pomposo nombre para a pretexto de una revolución intentar eternizarse en el poder. ¿Qué han tenido en común estos alzamientos, quizás algo espontáneos, que no fueron percibidos en ningún momento por los servicios de Inteligencia occidentales y hoy tienen quizás tanta trascendencia como cuando cayó el muro de Berlín?
Un acucioso observador argentino, radicado gran parte de su tiempo en Francia, señalaba algunas características comunes en estos países: que la pirámide demográfica indica que la gran mayoría de población se encuentra por debajo de los cuarenta años y que el ingreso per cápita era inferior a los 3 000 dólares anuales, pero con un alto índice de desempleo entre los jóvenes. Pero una curiosidad adicional: el número de universidades había crecido exponencialmente en estas últimas décadas, por lo que los jóvenes han tenido acceso a nuevas tecnologías para así saber lo que pasa en otras regiones del mundo que viven en un ambiente con más libertad.
La chispa de la insurrección se encendió por la insatisfacción con esos regímenes, no tan distantes en su forma de ejercer su hegemonía con los del Medioevo. Pero al momento que las mismas causas, más acentuadas por los designios de una revolución de corte personal afectan a un declarado enemigo de occidente, la condena ya genera resistencias sin importar que el alicaído coronel ofrezca un “baño de sangre” para sostenerse en el poder. Estas tiranías comandadas por megalómanos comúnmente tienen el mismo fin, la destrucción de sus países y la pérdida de vidas inocentes inmersos en un tráfago que nunca debió producirse.
Pero la historia se repite una y otra vez. El otrora líder popular terminará refugiado en algún lugar donde pueda. Las peroratas sólo habrán servido para inflamar las pasiones, pero el fin de la tiranía es elocuente. Sin embargo, hace recordar las palabras de un alto militar de un país de la región que pronosticaba la “guerra civil” en caso que la oposición triunfara en las elecciones. Razones sobran para mirar atentos el desenlace de estos sucesos porque, por diferentes causas, guardan mucha similitud con lo que sucede por la región en la que el coronel libio tenía dos muy buenos y cercanos amigos.