En medio de los avatares de la política, siento que uno de los grandes temas o interrogantes que planea sobre nuestra frágil democracia es el de la institucionalidad. Su carencia ha sido siempre un mal endémico que no acaba de enrrumbarse, más bien al contrario parece agudizarse hasta el punto de proyectar sobre nuestro futuro colectivo una sombra amenazante.
La búsqueda del bien común, el desarrollo de la justicia con atención particular a las situaciones de pobreza y sufrimiento, la participación ciudadana y la promoción del diálogo y de la paz en el horizonte de la solidaridad son las orientaciones (seguimos a vueltas con la doctrina social de la Iglesia) que deben inspirar el accionar político. Conste que nuestros problemas no están tanto en los principios cuanto en su aplicación y cuidado. Podemos cantar, por ejemplo, las maravillas del sistema judicial, pero de nada vale lanzar disparos al aire si, al final, de lo que se trata es simplemente de cambiar de dueño… Es evidente que en política hay que hacer un esfuerzo permanente por ser fieles a los principios y no solo a los intereses inmediatos. Esto en cuanto a las opciones fundamentales. Es evidente que, en cuanto al arte de gobernar y de convivir, la política se vuelve poco a poco en el arte de lo posible. Pero no a cualquier precio…
Cierto que el mandante es el pueblo, aunque con frecuencia lo ignoremos. ¿Y el mandantario? Con el debido respeto que me merece, tendría que recordarle que los cristianos apreciamos el sistema democrático en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y de controlar a sus propios gobernantes. El sistema democrático y el valor de sus servidores siempre dependerán de la participación y del diálogo con todos y entre todos, del respeto a la separación de poderes, del control que las propias instituciones ejercen y, en definitiva, de la relación existente entre el orden legal y el orden moral.
A estas alturas, queda claro que no todo es tan puro, tan exitoso y evidente, que nada se puede tejer en base a un único líder, porque la historia (como Penélope) teje y desteje al mismo tiempo.
Si el líder desapareciera… habría que volver a empezar de nuevo, tratando de rebuscar entre los restos del naufragio del Legislativo y del Judicial un clavo ardiendo al que agarrarse. De ello nos salva la institucionalidad. Ella sí es la garantista, a pesar de nuestros destrozos, de nuestras quiebras o, simplemente, del hecho de que algún día tengamos que salir por el foro…
Entre mis lectores hay un detractor fiel (y constante) que me recuerda que lo mío es hablar de Dios y no de las banalidades de este mundo. Quisiera recordarle que si algo interesa a Dios es este mundo y nuestra capacidad de administrarlo de forma justa, amorosa y leal. Así entiendo la institucionalidad: como el cuidado orgánico y razonable, siempre ético, de nuestros mejores esfuerzos por sacar adelante la vida, la nuestra y la de los herederos.