Un viejo amigo, con quien compartía enotro tiempo conversaciones encendidas que hoy se han reducido a esporádicos correos, acaba de escribirme en uno de ellos que “lo mejor de la elección de Lasso es que podremos hacerle oposición sin temer sus represalias”, y como prueba cita la declaración relativa a la intención de derogar la Ley de Comunicación, que es una de las perlas del autoritarismo.
La tolerancia, dice mi amigo, “no ha sido una virtud ecuatoriana”, y agrega que “en los últimos ochenta años (que son los de nuestras vidas) el Ecuador ha vivido bajo un clima de tolerancia durante los gobiernos de Plaza, Yerovi, Borja, Durán Ballén, Noboa y algún otro”; y agrega que en los demás, casi invisible a veces, y otras veces muy notoria, siempre ha existido algún nivel de intolerancia, “practicada en ciertos casos en nombre de la sacrosanta democracia”. Por deformación profesional, yo agrego por mi cuenta que la tolerancia no ha sido un tema que haya interesado de manera preferente a los intelectuales. Exceptuando el olvidado ‘Ensayo sobre la tolerancia religiosa’, que Rocafuerte publicó en México en 1831, nuestros publicistas y pensadores apenas han tratado de la tolerancia de manera incidental, a propósito de algún exceso de la autoridad.
La intolerancia, sin embargo, no es un comportamiento negativo solamente en las relaciones de la autoridad con los ciudadanos: también existe en las relaciones entre iguales. La moda de transformar en ‘verdades’ personales lo que en realidad son apenas opiniones, es indicio de que la intolerancia está presente en cada uno de nosotros. Siempre que hay una discrepancia, cada involucrado dice “esta es mi verdad”, y está dispuesto a defenderla a sangre y fuego, cuando no es más que una opinión que, independientemente de su propio contenido, es tan valiosa y respetable como cualquier otra, incluso como aquella que la contradice. En realidad, no es lógico exigir tolerancia a un gobierno, como lo hacemos con frecuencia, cuando no sabemos ser tolerantes en nuestras relaciones personales.
Puesto que mi amigo y yo hemos compartido ideas y opiniones desde nuestros tiempos de estudiantes, no hace falta declarar mi acuerdo con el correo que me ha escrito. Le he pedido por eso que me autorice a publicar su pensamiento, y lo ha hecho bajo una condición: que mantenga reserva sobre su identidad. “Lo importante -me ha dicho- nunca es quién habla sino lo que dice”. En esto no me encuentro muy de acuerdo, pero respeto su pedido. Me tomo la libertad, sin embargo, de agregar que normalmente esperamos tolerancia de todas las autoridades, pero poco pensamos en ser también, como ciudadanos, tolerantes con las personas que gobiernan. Hoy sabemos que el sillón presidencial es en realidad un montón de brasas ardientes que podrían convertirse fácilmente en llamaradas: tengamos, pues, tolerancia y paciencia, porque las soluciones que esperamos no llegarán a vuelta de correo.