El Lazareto de Boyacá se fundó en 1872 y se refundó en 1890 como ‘Alejo Lascano’. Guayaquil, 1900-1910. Foto: fotografiapatrimonial.gob.ec
El temor frente a la enfermedad -y al propio tiempo la ausencia de conocimientos para enfrentarla- fue de tal magnitud que en la Presidencia de Vicente Rocafuerte unos cuantos ciudadanos requirieron que aquellos que padecían de lepra fueran inmolados para evitar el contagio, asunto que, obviamente, no aconteció.
La circunstancia referida, que se suscitó en 1834, no hace sino demostrarnos el pánico ciudadano frente a una terrible enfermedad -que arribó a nuestra región con la conquista española-. La sugerencia inadmisible obligó al presidente Rocafuerte a planear la construcción, en los terrenos donde funcionaba la Facultad de Medicina en la ciudad de Guayaquil, de un lazareto. Los contagiados de lepra en todo el mundo estuvieron bajo la advocación de San Lázaro y de la orden religiosa de igual nombre.
La historia de las enfermedades nos demuestra que las personas que sufrieron de lepra fueron, literalmente, encerradas en espacios determinados de los hospicios o en construcciones adosadas a estos centros; empero, no olvidemos que los hospicios fueron usados, originalmente, para enclaustrar a los estigmatizados como dementes y que, además, sirvieron como lugares para dar cabida a los pobres y a los niños expósitos.
La reclusión de los enfermos de lepra en los hospicios fue establecida por Juan José de Villalengua, presidente de la Real Audiencia en 1788. En el caso de Quito, el cuidado del hospicio y del lazareto estuvo a cargo del Cabildo de la ciudad; se estableció, además, una estrecha comunicación entre el Gobierno, el poder local y las autoridades eclesiásticas, para buscar los medios económicos de sustento de estos centros de aislamiento social.
En las actas de las sesiones del Cabildo de Quito se encuentran diversas informaciones sobre el hospicio y el lazareto: los nombramientos de los encargados para realizar visitas a las casas de beneficencia; la designación de médicos y funcionarios; las propuestas para solucionar los problemas relacionados con el mantenimiento y las reparaciones de los edificios; las dificultades con la alimentación de los asilados y los tratamientos médicos de los enfermos.
Toda esta información demuestra que la zozobra frente a la presencia de la enfermedad de la lepra fue constante. Tanto así que, el 18 de diciembre de 1835, en la sesión del Concejo de Quito, Abel Victoriano Brandín, médico francés graduado en París -quien había ejercido la docencia universitaria en Quito en la Facultad de Medicina, en las cátedras de nosología y patología- puso en conocimiento del Cabildo un novedoso proyecto para la curación de la lepra.
Brandín había llegado a nuestro territorio, en 1828, procedente desde Lima -previamente estuvo en Argentina y Chile– y cumplió una intensa actividad docente y académica. Fue el fundador de la revista médica Anales Medicales del Ecuador, dedicó sus actividades, mientras permaneció en el país hasta 1836, al estudio de la quinina.
También se introdujo en el conocimiento y tratamiento de la lepra, debido a lo cual, en la referida sesión del Cabildo, propuso la necesidad de enfrentar el terrible mal con el uso de la planta cuichunchullí -mencionada por el historiador jesuita Juan de Velasco y que, de acuerdo con su información, ya se había empleado antiguamente para enfrentar la lepra- pero cuyo uso terapéutico, estimulado por Brandín, había sido objetado por el administrador del hospicio.
La negativa señalada llevó al estudioso francés a expresar públicamente que “los obstáculos puestos por esas autoridades no darán oportunidad para demostrar que el encierro de los enfermos no constituye una medida adecuada y única para que no se propague la lepra, y solo demostrará, esta conducta, una imprudente e inadecuada medida de higiene”.
Las opiniones de Brandín y sus afanes constantes para que quienes padecían de lepra adquirieran un tratamiento “más decente y humanitario”, obligaron a que el presidente Vicente Rocafuerte, en su mensaje del 15 de enero de 1837 -Brandín ya no estuvo entonces en nuestro territorio-, afirmara: “El Ejecutivo está dispuesto a hacer un ensayo formal para enfrentar la lepra y se pondrá de acuerdo con el Concejo Municipal de Quito para tal efecto. Ya se eligieron enfermos para buscar resultados médicos, para alivio de la humanidad doliente y para aumento de la prosperidad en el Ecuador”.
Años más tarde, en 1846, en el gobierno de Vicente Ramón Roca, se retomaron los experimentos terapéuticos con la planta cuichunchullí para enfrentar la lepra; esta vez, las plantas provinieron de Loja. Tanto es así que el ministro del Interior, José Fernández Salvador, dijo en uno de sus informes: “… se ha remitido el vegetal llamado cuichunchullí para que la Facultad de Medicina reconozca si tiene todas las señales que expresa el abate don Juan de Velasco en su Historia Natural de Quito”.
El debate sobre la oportunidad del uso del jarabe extraído de la planta cuichunchullí continuó algún tiempo más. En 1859, el Cabildo quiteño acordó entregar 200 pesos que, de forma prorrateada, llegaron al lazareto a fin de que experimentara con un grupo de enfermos y cuyos resultados debían ser remitidos al propio Cabildo. Sobre las derivaciones de este episodio no hay rastro alguno.
El mal de Hansen -llamada así la lepra desde 1873, en homenaje al científico noruego que descubrió la bacteria que la producía- y los intentos para enfrentarlo en el periodo al que se refiere este texto, constituyen un suceso en el devenir del pensamiento médico ecuatoriano.
Da cuenta, al mismo tiempo, del momento particular de la historia de las ideas frente a un dramático padecimiento alrededor del cual, adicionalmente, se trazaron supersticiones y mitos, esas sombras que acechan a las sociedades cuando lo desconocido -como lo advirtiera Defoe en su libro ‘Diario del año de la Peste’- “sepulta la vida y aniquila todo sin aparente causa”.
*Escritor e historiador.
Miembro de la Academia Nacional de Historia.