Que los diecinueve candidatos presidenciales fueron escogidos en “elecciones primarias” es una tomadura de pelo del tamaño de una catedral, como diría algún español.
Hay que aseverarlo categóricamente: no hubo primarias en el sentido auténtico que tiene esta institución electoral. Y seguramente ni siquiera hubo esas falsas primarias que prevé el llamado Código de la Democracia, otra de las leyes engañosas heredadas del correísmo.
Tan tramposa es esta ley que, luego de establecer que son obligatorias las primarias, que pueden ser abiertas o cerradas con la correspondiente descripción, prevé un tercer mecanismo: “Elecciones representativas a través de órganos internos”.
Lo que en definitiva no es otra cosa que un artificio para mantener, llamándolas primarias, aquello que tradicionalmente han practicado los partidos y organizaciones políticas para escoger hecho a sus candidatos. O mejor dicho, lo que siguen haciendo sus líderes o dueños.
En este juego de simulaciones, característico de estas leyes, de pronto apareció la palabra “primarias”, como un hallazgo democrático afortunado, destinado a garantizar la participación ciudadana en los primeros momentos de un proceso electoral.
Tal vez se creía con optimismo injustificado que con ello el Ecuador se instituía como un país modelo de transparencia democrática, al menos en América Latina; pero ya sabemos lo que significó la participación ciudadana en el lenguaje de aquellos años. Dígalo si no el tristemente célebre Consejo de Participación Ciudadana.
Pero en la realidad de los hechos con la inclusión de ese tercer mecanismo las primarias quedaron prácticamente eliminadas.
Y si a esta inocentada legal se agrega el panorama que presenta el sector político, fragmentado en grupos cuyo crecimiento y dispersión ha sido alentado también por la misma ley, el resultado es el que hemos visto en estos días: diecinueve candidatos, la mayoría de los cuales no tiene representatividad alguna y que tampoco compiten en la elección con motivaciones testimoniales o simbólicas.
Quedan ahora dieciséis candidatos, cifra que tampoco es aceptable para una realidad política como la ecuatoriana.
El caso nos demuestra, una vez más, que los cambios a los que aspira el país no se producen porque se dicta una ley y en ella se incluyen principios, instituciones, reglas, que a primera vista parecen ser iniciativas adecuadas para corregir los problemas nacionales.
No es tan sencillo encontrar verdaderas soluciones para esos problemas; y es más difícil todavía eliminar las viejas prácticas viciosas de la política nacional.
Las buenas intenciones, si las hubo, desaparecieron con siete palabras. Siete piedras más para el camino del infierno.