Como Diógenes, el cínico que ni a la lumbre del candil conseguía encontrar a un solo hombre honrado en toda Atenas, así nos pasa a muchos ciudadanos que, de cara a las próximas elecciones, todavía soñamos con un país de gente honrada con espíritu de servicio y ganas de trabajar por el bien común. Los hay.
Pero es un fastidio eso de que la corrupción pase de padres a hijos y se convierta en una especie de maldición que traspasa los tiempos y los regímenes por generaciones. Lo peor es que la decepción del pueblo va creando una costra que vuelve impasible a cualquiera. Ese es un logro de los corruptos: generar un estado de indiferencia que todo lo consiente. Semejante estado resulta letal para la sociedad y para la democracia. Bien está que el Gobierno, la Fiscalía los jueces (suponiendo que la discapacidad no llegue a mayores), actúen con radical ejemplaridad, pero no son sólo ellos quienes tienen que hacerlo; es la sociedad entera la que tiene que reaccionar y decir no a los corruptos, comenzando a limpiar la propia casa. El país no necesita gente guapa que dé ejemplo de mal vivir, por mucho que roben, tengan y gasten, sino gente que gane el pan con el sudor de su frente, que cree riqueza y la reparta.
Lo que está en juego es nuestra cultura y, permítanme que lo diga, nuestra religión. Los corruptos han entregado el corazón al becerro de oro, ante el que se inclinan devotamente. Y, al olvidarse del Dios verdadero, se han olvidado del humanismo más elemental. El becerro no para de guiñar el ojo a cualquiera que pase por delante; él sabe que todos somos sensibles al money money. Unos, porque lo necesitan; otros, porque necesitan más; y otros porque nada puede saciar su codicia. Mientras el mundo venda su alma al mejor postor y promueva una cultura economicista, la gran tentación, cual experiencia cuasi religiosa, será siempre someter al hombre, descartar a los no productivos y devorar la mejor tajada.
Lo que necesitamos es una cultura diferente, marcada por la dignidad humana, por la ética social y política, por la solidaridad y la compasión. Una cultura que no se aprende en los libros, sino en la experiencia del hogar, en los procesos educativos, en la escuela, en la parroquia, en los medios de comunicación social,… Por eso, no se despisten, no se dejen deslumbrar, dejen de mirar al becerro, de conmoverse ante sus guiños; más bien luchen por la justicia, por la equidad, por construir personas que sean capaces de ponerse en el lugar del otro, no para quitarle el puesto, sino para promoverlo y sacarlo adelante. Hace muchos años, mi tía Tálida, con un corazón más grande que el Panecillo, recogió a una pobre chiquilla de la calle. Le dio pan, trabajo y cariño. Y, cuando algún despistado le decía: ¿por qué te complicas la vida?, ella siempre respondía: “A ésta, yo la saco adelante”. Ella brillaba como el candil de Diógenes.