Los enmascarados -personas con máscara- son desde hace algunos años personajes infaltables -invitados o paracaidistas- y temidos. Están presentes en múltiples manifestaciones de descontento social, de diverso signo, no solo en el Ecuador sino también en otros países. Su atuendo oculta su rostro con excepción de los ojos. Usan para el efecto gorras, capuchas y pasamontañas, y también el buf o el pañuelo. Su accionar y potencia vienen en ascenso.
Más allá del análisis político, vale la pena una mirada desde otro flanco. En una primera aproximación vemos que la máscara cumple el papel de ocultamiento por seguridad y protección. Con ella se evita ser identificado y se dificulta las capturas, los juicios, las sanciones. El anonimato que se alcanza constituye el pasaporte para realizar acciones normalmente vedadas. El uso de la violencia es una de ellas, como iniciativa propia o como respuesta a agresiones oficiales.
Sin embargo, la máscara muchas veces dice más de lo que oculta. La definición de la RAE advierte sobre la multifunción de la máscara. Cubre la cara de las personas “para no ser reconocidas, tomar el aspecto de otra o practicar ciertas actividades escénicas o rituales”. La máscara, a más de escondite o refugio, tiene funciones simbólicas relevantes. Su uso festivo y ceremonial se remonta al principio de los tiempos y sobrevive hasta hoy.
La máscara que oculta rostros es también -y contradictoriamente- una exhibición desafiante, amedentradora. Una insignia colectiva, un uniforme que otorga identidad al individuo y distingue a los iguales de los otros. Confiere fuerza y poder al colectivo enmascarado. Levanta el ánimo. Provoca compromiso y solidaridad entre sus pares.
La máscara forma parte de rituales sociales, que también se dan en las protestas. Incluyen movimientos, gestos, señales, colores, insignias, estrategias, muestras de éxito o retirada. Símbolos complejos que identifican una causa particular. La máscara produce entonces un doble efecto. Por un lado el rechazo, el miedo, la inseguridad… por la mentira, la falsedad que encierra. Pero por otro, la curiosidad por conocer su juego de ocultamientos. El disfraz, el disimulo y el encubrimiento siempre atraen las miradas, desde los circos a los rituales funerarios, desde las manifestaciones callejeras a las ceremonias religiosas.
Extrapolando el sentido podemos decir que vivimos el mundo de las máscaras. Tenemos pocas certezas sobre los verdaderos rostros de las personas, de las cercanas, las lejanas, los políticos. La paradoja es que llegamos al mundo sin máscara alguna, pero aquella transparencia e inocencia dura poco. Aprendemos pronto -en la familia, en la escuela y en la vida- a mostrar solamente un filón de lo que somos para sobrevivir con otros en los rituales sociales, tan cercanos también a un enmascaramiento o una mascarada.