Las navidades de mi infancia olían a musgo y villancicos; tenían el sabor de la novena y los pristiños, y la ilusión de los juguetes se iba empequeñeciendo cada día a medida que avanzaba la narración de aquella jovencita que, acompañando a su marido, iba buscando posada en todas partes para no encontrarla en ninguna.
Quito tenía en esos tiempos la décima parte de la población de estos días; los almacenes de las calles Guayaquil y Venezuela tenían algunas vitrinas llamativas y en los portales de la Plaza Grande las cajoneras más atrevidas exhibían unas velitas para el árbol con que algunas familias habían ya sustituido el antiguo nacimiento. El Padre Azkúnaga dejaba de ejecutar por unos días la música de Bach que hizo famoso al órgano de San Francisco y se unía a la alegría sencilla de las gentes de esos tiempos, resignada y risueña, siempre al borde de la lágrima fácil que culminaba en una risa un tanto avergonzada.
Ignorantes de lo que hablaban los mayores, los niños nos sentíamos inclinados a la ternura de ocasión hacia otros niños menos afortunados que nosotros. De los centavos que algunos recibían para la golosina del recreo, a veces la mitad, a veces menos, se destinaba a una galleta, un caramelo, que se entregaban al pasar, haciendo notar a los amigos que la mano derecha no sabía lo que había hecho la izquierda. Y así éramos felices; nos sentíamos dueños de la ciudad, pero sobre todo del tiempo, y teníamos la fortuna de no aturdirnos con bocinas ni con parlantes abusivos; conocíamos la gloria de conversar en la calle sin que fuera necesario hablar a gritos; y cuando nuestras madres nos llevaban a visitar a las tías, sabíamos que nos llenarían los bolsillos con chocolates envueltos en papel dorado que guardábamos y coleccionábamos porque después nos servirían de billetes para jugar a la tienda y la comadre.
De todos los villancicos que cantaba, el que más me gustaba era el de la Nana. “A la nanita, nana, nanita, ¡ea!, / mi Jesús tiene sueño, ¡bendito sea!” Y se me llenaban de lágrimas los ojos cuando cantaba la segunda estrofa: “Por Dios, hijito mío, no abras los brazos / que al abrirlos parecen negros presagios.” Por eso me pregunto ahora si en ese Dios de mi infancia prevalecía el gozo de su nacimiento terreno o la amargura de su muerte. ¿Por qué –me preguntaba ya en esos tiempos–, por qué el mayor símbolo cristiano no es un pesebre, con su burrito y su buey, en lugar de esa cruz con un hombre sangrante que cuelga de sus manos exánimes y heridas?
Nunca pude responderme. Nadie pudo nunca responderme. Hubiera querido una religión de la vida, pero en mis tiempos solo encontré la religión de la muerte. Quizá por eso, al crecer, al madurar y luego envejecer, fui apartándome de ese Dios que se me fue haciendo tenebroso, pero no pude ni quise olvidar nunca aquellas navidades olorosas a musgo y villancicos, con sabor de novena y de pristiños.
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