El discurso de izquierda sirvió en América Latina para que grupos de maleantes se adueñen del Estado e instauren un concurso de quién era capaz de robar más (salvo escasas excepciones). Yo soy el primer desilusionado.
En todo caso, saquear las arcas públicas, instaurar el nepotismo y la alcahuetería como métodos para elegir funcionarios, y blindar el poder en pocas manos, nunca fueron los componentes de la ideología de izquierda. Nunca se pensó en una doctrina que promueva poner de ministra de Salud a una persona de escasa experiencia y no investigar las irregularidades de su gestión.
De ser así, nadie de buen corazón podría ser de izquierda. El discurso era una pantalla, una excusa para que se pudiera gastar indiscriminadamente en carreteras.
Pero las impresiones perviven, ese es el desastre. Mucha gente ahora piensa que la izquierda es una filosofía de Satán, Mefistófeles y Correa. Es una consecuencia normal de la década robada que se genere un rechazo polarizador, que la gente corra hacia los más opuestos extremos ideológicos. Así se pone de moda el libertarismo.
Mientras menos Estado, mejor. “Estoy a favor de cortar impuestos en cualquier circunstancia y por cualquier excusa, por cualquier razón, toda vez que sea posible”, esto lo dijo Friedman, el Maradona del libertarismo. ¿Pero si hay una invasión de pescadores que amenaza con extinguir la fauna de las Galápagos y necesitamos todos contribuir con un dólar? Qué pena; la doctrina ya da su respuesta.
Definamos la economía como la ciencia que estudia el uso de los recursos escasos. El libertarismo considera que el mejor orden posible es el resultado de la más absoluta proyección de la libertad de los individuos. Si dejamos que cada individuo sea totalmente libre, haya total competencia, aprovechando los egoísmos, entonces los recursos serán exprimidos y utilizados con total eficiencia. Sin importar que en el medio se rompan algunos derechos, fracturen algunas vidas. Es el precio que hay que pagar por tener la mayor eficiencia en el uso de los recursos.
El horrendo tráfico quiteño me dio esta semana una metáfora que sería un sacrilegio para el libertarismo; la idea es frenar un poco los fanatismos y las radicalidades. Si el tráfico fuera una ciencia, se podría definir como la más eficaz asignación de espacios para la circulación. Los comunistas pensarían que todo el transporte tendría que ser público, las rutas definidas, con una velocidad exacta a la cual todos se sujetarían.
El libertarismo lo contrario. La libertad no podría verse constreñida por límites de velocidad. ¿A cuenta de qué un Estado coloca un semáforo que frene mi capacidad de decidir? Los atropellamientos serían el precio a pagar para que cada persona llegue a su velocidad preferida a sus destinos.