Está claro que la Cultura, su gestión, administración y financiamiento, son la última rueda del coche de los gobiernos de cualquier tendencia. Quienes estamos en ello nos quejamos de que los funcionarios deficientes de otras dependencias son enviados -por no despedirlos- a algún museo, centro cultural o dirección de cultura. Si de recortes gubernamentales o municipales se trata, donde primero mochan es precisamente en esta exigua área, ¿por qué? Quizás porque no la encuentran indispensable, porque se puede vivir sin ella, porque es tan difícil de asir y definir que los burócratas y tecnócratas se sienten incómodos. Los “productos” son irrelevantes y su medición resulta altamente compleja sobre todo en un mundo en donde producir se traduce o debe traducirse en un ingreso monetario.
Los términos creatividad, liberación, descolonización, resultan altamente sospechosos; sin embargo, el ejercicio de una praxis cultural eficiente y responsablemente llevada puede proveer unas armas contundentes para la reflexión y el pensamiento crítico de los sujetos, en bien de una sociedad más justa y equitativa. Además de procesos sociales, los proyectos culturales pueden llevarnos a producir objetos con personalidad, atractivos al propio mercado: obras de teatro, artesanía artística o textos de escuela de gran calidad. Mas no se trata de soltar sin ton ni son eventos y más eventos. Es precisamente el “eventismo” el que ha matado al mismo sector cultural. Cada gobierno se reinventa la Cultura expresada en “regalitos de Navidad”, sin un programa establecido como en cualquier otro sector de la sociedad. Un clientelismo de última.
Me pongo en los zapatos de abogada del diablo. Si el sector cultural -con excepciones loables- no es capaz de armar proyectos y programas a largo plazo, de manera eficiente y profesional, definiendo claramente objetivos y metas, gastos y retornos (tangibles e intangibles), entre otros asuntos relativos a la administración y gestión, seguiremos pensando en discontinuo y difícilmente podremos exigir un espacio en la sociedad. Seguiremos el famoso “borre y va de nuevo”, que cuesta dinero, tiempo y mata la cadena de profesionalización generacional.
Es un sector débil y errático aún. Demostrar eficiencia y seriedad conforme a una política cultural no definida aún, más allá de los gobiernos de turno, será determinante. Para ello al menos hemos logrado armar un cuerpo legal con el que podremos ampararnos. De ser más profesionales en términos administrativos, podríamos convocar a la empresa privada a unirse a nuestros esfuerzos, no como auspiciantes caritativos sino como copatrocinadores que se integran al proceso a modo de responsabilidad social. Si se procesan las exenciones tributarias regionales, no centralizadas, podríamos lograr aún mejores resultados.