Hoy, 1 de mayo de 2019, se cumplen veintisiete años del fallecimiento de Agustín Cueva, uno de los mayores pensadores del Ecuador contemporáneo y de la América de la esperanza. Nunca olvidaré sus meses finales, cuando llegué a descubrir cuán grande había sido el afecto que nos unió en los días fabulosos de la fiebre, cuando el Café 77 era el cuartel general de la literatura insurgente. Había empezado la historia de los Tzántzicos (esa especie de guerrilleros de la palabra cuya breve aventura dejó detrás de sí una larga huella imborrable) y vivíamos, literalmente, “entre la ira y la esperanza”, como Agustín habría de decir en el título de su primer libro. Él, Françoise Perus y yo, habíamos iniciado la publicación de “Indoamérica”, la revista que alguna vez Abdón Ubidia designó como “una especie de Le Temps Modernes ecuatoriana”, y estábamos seguros del porvenir de luz y justicia que contribuíamos a construir con nuestra labor en la cultura. Ahora, cuando él ya no está, debo reconocer con tristeza que ese porvenir soñado es ya nuestro presente, pero no se distingue por la luz ni la justicia.
¿Qué diría Agustín, por ejemplo, al contemplar la situación de Venezuela, devastada después de veinte años de un fraudulento socialismo que no guarda ninguna semejanza con el que habíamos intentado diseñar en los años 60? ¿Qué pensaría él de los reiterados anuncios del inminente final de la dictadura madurista, que han ido una y otra vez a estrellarse contra el muro militar que la sostiene? ¿Y qué pensaría Agustín de las reformas que se anuncian ahora entre nosotros, cuando la voz cantante suena del lado de la empresa, cuyas loas al FMI no han cesado desde que el señor Moreno anunció que “la mesa no estaba servida”?
Quizá Agustín no se sorprendería demasiado: bastaría echar un vistazo a sus últimos libros para comprobar que su certera visión de la realidad ecuatoriana y latinoamericana le había ya advertido ¡en los años 80! el advenimiento de los tiempos malos para nuestros pueblos. “Desde hace por lo menos un siglo –escribió– que venimos entrando ‘vertiginosamente’ en (la modernidad)…., de la misma forma que venimos ‘transitando’ desde entonces hacia la democracia” (“Las democracias restringidas en América Latina”, 1988). El “vértigo” de nuestro ingreso a la modernidad se distingue más bien por la pereza, porque pasan los años y no acabamos de entrar, y nuestro camino hacia la democracia es tan largo y culebrero que no acabamos de llegar. Nuestras caricaturas de modernidad y democracia le parecerían tan deplorables a Agustín, que nos repetiría aquello de que esas metas son como el mar “toujours recommencée” del poeta: algo que no se acaba pero que nunca está.
Cierto: la condición humana siempre es incompleta; pero una cosa es alcanzar una meta y proponerse inmediatamente otra, y algo muy distinto es vivir siempre con la misma meta sin alcanzarla jamás. ¿Será por eso que el señor Moreno nunca se cansa de corregirse a sí mismo?