Leí hace años ‘La pianista’, de Elfriede Jelinek. Novela fría, inhumana, horrible y genial, me predispuso contra la hermosa Viena. Sus personajes, madre e hija, tristísimas en su mutuo egoísmo, rayan en la deshumanización. Si la lee, que no se lo aconsejo, me dará la razón. Vi la película igualmente dura, pero más soportable; al buscar datos sobre vidas de ‘famosos’ exitosos y ricos, caí en un artículo de la señora Jelinek, que compara las vidas de Marilyn Monroe y Jackie Kennedy. Ambas, lo afirma, ‘son nada’. Si alguien deseara a Marilyn, como en un sueño, al alcanzarla se daría cuenta de que no hubo nada en ella, de que la suya fue una imagen ‘construida’. A Marilyn ‘nadie la escucha, solo se la ve, es un no-ser’; a Jackie tampoco pueden desearla, ‘ni siquiera la carne, que no tiene’; la miran de otra forma, ‘miran su ‘funda’, el estilo, el porte; Jackie ‘es’ sus vestidos, su forma no cambiará. Sus vestidos son su escritura’.
La señora Jelinek fría, amarga, anonada el ser de estas dos famosas mujeres, y quizá con razón: algo de ‘nada’ hubo en lo que conocemos de sus vidas: sacrificadas a la exhibición –la una, actriz ¡tan hermosa!; la otra, esposa de John F. Kennedy, son admiradas por los papeles que se obligaron a representar, no, por el quid de su condición.
Pero este no era el tema de mi artículo. Quise escribir sobre Karl Lagerfeld, ante la reciente noticia de su muerte, porque estas personalidades sacrificadas a mostrarse, con diferentes méritos, dejan en quienes las buscamos sin tapujos, un soplo frío de enajenación, aunque hubiesen sido durante su vida contemplados, envidiados, deseados e, incluso, ¡cómo no!, amados. Su tragedia consiste, tanto en la reducción de sí mismos a que les obliga la fama, como en la absurda forma de reducir a los famosos, que tenemos las personas normales.
¿Qué tiene que ver con esto la papada de Lagerfeld, que nadie ha visto? Enfundado, sus últimos años, en trajes oscuros y estrechos sobre camisas blanquísimas de cuellos abotonados contra la barbilla, con algunas corbatas estentóreas en tamaño y color; cubiertas de finísimos guantes sus viejas manos y su mirada oculta tras infaltables gafas oscuras, ¿se prevenía contra un golpe en los ojos, como el que en su juventud, según sus fieles, le propinó un amante desilusionado, o cubría las ya inoperables arrugas del contorno?
Artista de la moda, en una foto de su temprana madurez, su hermoso rostro muestra el inicio de un lastimoso abultamiento de la carne, que amenaza con colgar, flojo, entre la barba y el cuello. Tal papada, o las cicatrices que la remplazaron, debió ser defecto imperdonable para quien buscó expresar la belleza física, no solo en sus creaciones o en la elección de modelos para lucirlas, sino en él mismo, que precedía, envainado, la marcha de sus estrellas. Deja en sedas y pieles su admirable legado creativo y alguna frase escarbada entre sus conversaciones.
Ante la muerte, ¿qué es ‘ser alguien’? ¿Cuánto se ha de sacrificar para lograr y mantener la fama?