Todavía no puedo entenderlo, pero lo olvidé, y lo único que puedo hacer honestamente es reconocerlo y repararlo. El domingo, dentro de la sección Ideas de este mismo diario, apareció bajo mi firma un breve texto en el que traté de resumir lo mínimo que se puede decir en un artículo de prensa acerca de un tema que merece un libro entero. Ese tema es el mestizaje, sin el cual es imposible entender la sociedad ecuatoriana, y la americana en general. No obstante, Ximena (a quien tanto debo por haberme soportado durante tantos años), y mi hija Sofía, me hicieron notar que había omitido a la población negra, hoy generalmente designada con el eufemismo de “afrodescendiente” –un eufemismo que trataba de evitar lo que consideraba despectivo en la designación de ese ingrediente de nuestra sociedad, pero la sustituyó con un vocablo excluyente. En efecto, a nadie se le ocurre hablar de la población “eurodescendiente” ni de la “asiadescendiente”. ¿Por qué tendríamos que remarcar el origen geográfico exclusivamente de una porción de nuestra sociedad, en lugar de afirmar su pertenencia actual a nuestra tierra?
El hecho es que yo olvidé involuntariamente toda mención de la población negra, como si nuestra sociedad tuviera solamente dos raíces. Y no es así: en realidad, tiene tres, y las tres valen lo mismo; las tres han aportado para la configuración étnica y cultural de nuestra sociedad. “El que no tiene de inga tiene de mandinga”, se decía en tiempos coloniales, y es verdad. Por más que pretendamos tener puros orígenes españoles (o europeos, en general), no podemos y no debemos negar que están mezclados con los indígenas de diversos pueblos y además con los negros.
De estos últimos nos vienen también ciertas herencias. El sentido del ritmo propio de la música que hoy ocupa gran parte del espectro de la cultura popular no puede ocultar un origen que nos remite a la cultura negra, tanto como la tendencia a enorgullecernos por nada es un defecto que exhibe a gritos su raíz española popular y arribista. Pero el Ecuador no se ha enriquecido solamente con tales aportes (de los cuales Papá Roncón es un verdadero monumento), sino también con el quehacer de sus poetas: sin Estupiñán Bass, sin Preciado, sin Ortiz, la literatura ecuatoriana quedaría empobrecida.
Me pregunto ahora qué me hizo olvidar un ingrediente tan vital de la cultura ecuatoriana. Sería fácil parapetarme en mi edad y decir: a estas alturas se olvidan muchas cosas. Y eso es cierto, pero no es todo. Con la venia del doctor Freud, no descarto que en este olvido haya una inconsciente negación de alguna de mis propias raíces, que quizá fue ocultada desde hace años por la necesidad de subrayar lo que acaso haya de hispano en mis orígenes. Al fin y al cabo, el hecho de escribir y de haberlo hecho durante toda mi vida, no me hace mejor ni más “puro” que mis compatriotas. Yo también soy mestizo.