Un encuentro literario en Cuenca, a propósito de la Feria del Libro de esta ciudad en su segunda edición, convocó, después de muchos años, a un puñado de los poetas sobrevivientes del mítico grupo de los Tzántzicos, que nació de forma oficial, en 1962, con el lanzamiento de la revista Pucuna.
Cobijados por el maravilloso velo colonial de la ciudad de Cuenca, una noche encontré de forma casual, alrededor de una mesa conquistada por no pocas cervezas, a Raúl Arias, Luis Corral y Francisco Proaño Arandi, que apenas unos minutos antes habían participado en la presentación del libro ‘Tzántzicos’, una preciosa y bien lograda selección de poesía y ensayos de los miembros de esta logia literaria.
Aunque el espacio de la mesa en cuestión era reducido, se sumaron a la extensa charla y a las bromas y a los puyazos y a los versos, todos los demás Tzántzicos que por una razón u otra no podían estar presentes allí, en algunos casos porque les resultaba imposible abandonar sus nuevas y definitivas moradas de papel, y en otros, porque no habían conseguido el respectivo permiso para sumarse a tan apetecible acontecimiento.
En todo caso, de una forma u otra, nos acompañaron a la mesa, además de los ya nombrados, los queridos Ulises Estrella, Simón Corral, Antonio Ordóñez, Sergio Román, Gonzalo Bustamante, Marco Muñoz, León Pastaza, Alfonso Murriagui, Humberto Vinueza, Teodoro Murillo, Euler Granda, Bolívar Echeverría, Agustín Cueva, Fernando Tinajero, César Carrión, Bruno Sáenz y Abdón Ubidia, que alentados por la magia de este insospechado encuentro, corearon un fragmento de aquel primer manifiesto Tzántzico: “Como llegando a los restos de un gran naufragio, llegamos a esto. Llegamos y vimos que, por el contrario, el barco recién se estaba construyendo y que la escoria que existía se debía tan solo a una falta de conciencia de los constructores.”.
Recordaron esa noche, los que son y fueron de este mundo, las tertulias y tremolinas del ‘Café 77’ y del ‘Venecia’, las largas peroratas y jaleos, y entre todas esas palabras que desfilaban acompasadas, marcando su ritmo y su tiempo, surgió la justificación del curioso nombre impuesto en su bautizo: “Hoy, simplemente acudimos y –con nuestro arte- luchamos. Hemos sentido la necesidad de reducir muchas cabezas (la única manera de quitar la podredumbre). Cabezas y cabezas caerán y con ellas himnos a la virgen, panfletos y gritos fascistas, sonetos a la amada que se fue, cuadros pintados con escuadra y carentes de contenido… No decimos que encima de estos restos no alzaremos nosotros. No. Se alzará por primera vez una conciencia del pueblo, una conciencia nacida del vislumbre magnífico del arte”.
Alrededor de una hoguera en la que cuelgan las pequeñas cabezas de sus enemigos, cientos o quizás miles de cabezas resecas y vacías, danzan aún los Tzántzicos, vivos y salvajes como si se tratara del primer verso que atravesó las entrañas de la Pucuna, cargada la punta de su dardo con el mortal veneno.