En un hotel de Caracas, el 2 de mayo de 1967, el poeta se cortó la yugular. Había entendido la razón irrebatible que tuvo Camus al escribir que el suicidio es el único problema serio de la filosofía, porque nada es tan importante como saber si vale la pena vivir la vida. Y su corazón dolorido le decía que no: el Espacio, ese mismo Espacio que había palpado en su poesía, lo había vencido. Como él mismo lo dijo, “…hace olas de tiempos el Tiempo, / fui llamado al confín de los Mayores / y recibí mi sombra.”
Sin embargo, había sido capaz de esa ternura infantil de todo aquel que ha escrito alguna vez una carta a su madre. En la suya decía, por ejemplo: “Ya recibí tu carta. ¡Escrita con romero y pestañas azules! / Me cuentas que se ha muerto mi prima María Augusta./ Ahora que estoy lejos te diré: yo la amaba./ Mi timidez de entonces me quebró las palabras./ Baja mañana a verla con un ramo de nardos / y recítale alguna oración impalpable…/ Dile que ya no bebo y que he pasado el año./ Ahora que estoy lejos te diré: ¡cuánto la amo!”
Y agregaba todavía, “Dime sinceramente qué piensas de este hijo./Te salió tan extraño./Renunció a todo aquello que los otros ansiaban/ y se hundió en sí, tanto, que quizá no es el mismo.”
No, claro que no era el mismo. En el solar natal se sintió extraño. “Atravesábamos calles repletas de sal / hasta los aleros, y la barba / se nos caía como si solo hubiera estado / escrita a lápiz. / Pero la Poesía, como una bellota aún cálida / respiraba dentro de la caja de un arpa.” Y se marchó.
Se marchó a Venezuela cuando Venezuela era rica. En Venezuela trabajo, enseñó, hizo revistas ajenas y poemas propios, publicó algunos libros. Se hizo querer por todos y empezó a ser admirado y comentado. Pero él, ajeno a todo lo que se decía de él, y ajeno de verdad (y no como otros que fingen ignorar los elogios, pero los buscan como la jauría del cazador busca su presa), seguía atormentado. “Señor, no te conozco, y sin embargo / te siento como a un ciego que me mira / con el fondo, en escombros, de una calle / o como el negro lente que camina / en la proa de ciertos ataúdes.” Como una marea infinita le perseguía una desesperanza antigua nacida de un radical deseo de Absoluto que nunca había logrado ser saciada: “Sé que nuestras manos fueron posibles / por la feroz belleza de las tuyas. / Ahora, unimos las nuestras en plegaria / y solo nos responden los Vacíos.”
Buscó entonces en Oriente. Estudió el zen y el Tao, la metafísica que espera prescindir de la Razón y que mediata vaciando la mente de todo pensamiento. Fue entonces cuando descubrió el Espacio infinito, tan diferente de ese Dios que inútilmente había buscado en su catedral salvaje. El Espacio, inseparable del Tiempo como siempre, pero ya no en las proporciones cósmicas de Occidente, sino en una dimensión no descubierta todavía por ninguna Lógica. Espacio y Poesía, Tiempo y Poesía.
Se llamaba César Dávila Andrade y había nacido en Cuenca el 5 de octubre de 1918.