Como las personas, la ciudad tiene rostros, facetas, personalidades, modulaciones que son como la geografía de las lomas, como los matices que impone la cordillera a cada mañana. Tiene gestos amables y semblantes agrios, horizontes luminosos y celajes sombríos. La ciudad de campanarios, rascacielos, parques y suburbios, es como la gente, voluble, diversa. No es una, son varias. Son muchas las caras, innumerables los tonos, impredecibles las perspectivas.
Por la geografía rota sobre la que se asienta, por ese acertijo de valles y quebradas que la marcan, Quito es un rompecabezas de barrios que ni la modernidad ha logrado eliminar, ni el cemento ha podido sepultar. Y, probablemente por esa misma razón, la ciudad no es predecible. Es siempre una sorpresa; a veces silenciosa, sometida, acomodándose a las circunstancias, viviendo entre sobresaltos y silencios, y, de pronto, rebelde, intransigente, como en los tiempos de las alcabalas y los estancos, o dolida por las recientes vergüenzas nacionales.
El rostro más conocido, el estereotipo de la ciudad, es el de los campanarios y conventos. Ese es el rostro más noble, el que determina la personalidad de Quito como capital, como memoria, como evidencia de que ella, y el país que preside, vienen de antiguos ancestros, de la visión conquistadora y colonial, de la incorporación lo andino en el mestizaje, que es su virtud y su signo. Aunque se ignore o se reniegue, vivimos a medio camino entre lo andaluz y lo incaico. Hablamos un español saturado de quichuismos y pervertido por la tecnología. La gente del pueblo le reza a Jesús del Gran Poder, que es, a la vez, el ícono de los toreros. Esa imagen es, de algún modo, el “patrono ideológico” de un Quito que expresa así su identidad, hecha con los valores, las afirmaciones, las nostalgias y las derrotas de los vencedores y los vencidos, y de los nietos de todos ellos.
Pero Quito es mucho más. Es una ciudad en expansión, con rascacielos que remontan las colinas, con autopistas que rompen las limitaciones de las cuestas. Es, además, una urbe saturada que no tiene dónde crecer, que ha roto los cánones municipales y las estrechas visiones burocráticas. Y que le ha quedado grande al poder. Quito, muy lejos de la conventual y prestigiosa capital, es ahora un problema cotidiano; es un tumulto que no tiene respuesta, un conglomerado con administración casi provincial; es un infierno de tráfico y contaminación. Es, a la vez, un parque arreglado con primor, una modesta casita de clase media, y un espacio librado a la inseguridad, un ogro que conspira contra transeúntes y ciclistas. Es el moderno centro comercial, la iglesia desolada y el barrio pobre; es el pordiosero y el informal, el ejecutivo y la modelo. Es como la humanidad. Esa es la ciudad que tenemos.