Los migrantes del tercer mundo se han convertido en estos tiempos en las nuevas víctimas del odio racial, de la explotación y el rechazo, tal como lo fueron los judíos durante el Holocausto o los gitanos en varias oleadas desde el siglo XV.
El surgimiento de esta corriente neofascista, que abarca no solo a la civilizada Europa sino también a la amurallada Estados Unidos y a varios países latinoamericanos, se ha convertido en un problema humanitario de proporciones apocalípticas.
Cerca de un millón de africanos intentan llegar a Europa cada año por distintas vías. El viaje de cada una de esas personas le reporta a sus explotadores aproximadamente tres mil quinientos euros, con el agravante de que buena parte de los migrantes provenientes de los países del centro y sur de África, terminan su periplo en Libia, Marruecos o Argelia convirtiéndose en esclavos de grupos económicos poderosos que los mantienen trabajando en sus negocios durante años.
Otros consiguen salir en pateras o embarcaciones mayores hacia las costas europeas, pero muy pocos alcanzan “su sueño”. Los demás, o son devueltos por las patrullas o mueren en el océano.
La mayoría de los que entran en cualquiera de los países de Europa se encuentran de inmediato en manos de mafias esclavistas que los introducen en negocios de drogas, delincuencia organizada, trata de personas o prostitución. Y el resto, unos pocos, consiguen algún trabajo por el que se les suele pagar menos que a los nacionales.
En América el fenómeno migratorio que ha desatado esta corriente neofascista ya no está solo en Estados Unidos frente a los latinos que intentan cruzar la frontera sur, aquella en la que se dice que pronto se construirá un muro como símbolo universal de la miseria y la desigualdad humanas, sino que ahora se ha extendido a varios países sudamericanos que reciben cada año algo más de medio millón de venezolanos que huyen de la hambruna y la violencia en las que los sumió el chavismo y el madurismo durante los últimos tiempos.
Los partidos europeos de ultraderecha, desmemoriados e insolentes, crecen peligrosamente en popularidad e incrementan sus listas de afiliados con energúmenos dispuestos a seguir los postulados más radicales, aquellos que hablan todavía de la supremacía racial, y que estarían muy a gusto si retornamos abiertamente a los tiempos de las persecuciones, confinamiento y exterminio.
Y aunque en América no hay vestigios todavía de partidos políticos neofascistas, o, si los hay, por fortuna no han tenido acogida, tampoco se los echa en falta pues la misma población (fundamentalmente mestiza) que en su momento ha sido migrante, que sabe y entiende (se supone) los problemas, las tragedias y las penurias que atraviesan los migrantes en todo el mundo, se ha convertido en la enemiga visible, agresiva e intolerante con los venezolanos que hoy necesitan más que nunca de alguien que los acoja y les permita sobrevivir en mejores condiciones que las de su devastada nación.