Cuan fácil es, en la ciudad, adquirir alimentos cosechados en el campo; pero muchos a lo mejor ni sospechan de dónde vienen, ni el drama humano de los agricultores que los cultivan.
El arribo de la lluvia es motivo de alborozo para miles de campesinos de la sierra, pues una prolongada sequía daña las siembras de septiembre; o, por lo menos, las ponen en riesgo. Cada cosecha es la recuperación del dinero invertido en semillas, fertilizantes, trabajo y esperanza; y todo depende del agua.
Hasta cuando la humanidad decidió lesionar a la naturaleza con una serie de actos dañosos, el régimen pluvial era más o menos exacto. Se iniciaba –en la sierra- alrededor del 15 de septiembre. Para esa fecha, los campesinos habían roturado la tierra con el arado movido por bueyes y depositado la semilla en el surco, bajo la seguridad de que las lluvias de septiembre y octubre (cuya más abundante se producía el 4 de octubre y se denominaba el “Cordonazo de San Francisco”), producirían el milagro de la germinación.
En los primeros días de noviembre había un corto verano, llamado “Veranillo de las Almas”, coincidiendo con la época de homenaje a los muertos. Hasta entonces, las nacientes plantas asomaban, frescas y coquetas, a ras de tierra. Al cabo de pocos días, la atmósfera comenzaba a proporcionar su líquido regalo, hasta inicios de diciembre. Las plantas habían crecido, pero no lo suficiente para soportar demasiada humedad. La naturaleza hacía un paréntesis, con nuevo verano conocido como “Veranillo del Niño Jesús”. Posteriormente, el agua del cielo caía a veces demasiada. Al mes de abril le identificaban como “abril, aguas mil”. Amainaban en mayo y, en junio, aparecía el verano en todo su esplendor.
En la mitad de este proceso, la gente disponía de productos de ciclo corto. Estaban listas las patatas, los iniciales “choclos”, arvejas y similares que permitían preparar la “fanesca”.
En épocas de largas sequías se movilizaban los campesinos para rogar a la Divinidad que envíe las lluvias, pues sus siembras iban a perderse. Como para una producción cinematográfica, una o dos noches salían en masa por la calle principal del pueblo, portando antorchas y emitiendo el ruego enternecedor: “Misericordia, Señor”.
Estas prácticas tuvieron lugar, con mayor énfasis, hasta 70 años atrás. Pero persistieron –y no sé si se han extinguido- hasta unos 12 años cuando campesinos de Tumbaco organizaban procesión para llegar a la más alta cumbre del Ilaló, con luminarias, para suplicar al Señor que envíe la lluvia.
En otros lugares, según relatos de personas cuya niñez transcurrió en el campo, la práctica era parecida, con alguna diferencia: el desfile reunía a los niños quienes, portando luces, invocaban a gritos que lleguen las aguas: al maíz, a las papas, a la cebada y más productos.