Los edificios de la González Suárez se recortan a lo lejos en un cielo azul y doña Mariana de Cunalata, diestra en las tareas agrícolas, los mira incrédula. “A ratos no creo que estamos tan cerca de la ciudad y a la vez en el campo, aquí es campo puro”. Sus palabras son certeras, porque la mujer, pequeña, morena, de pelo negro, vive en medio de un bosque montañoso de eucaliptos, pumamaquis y alisos, donde predominan el verdor y la humedad.Los Girasoles, su huerto orgánico, es un vergel localizado en la parte alta del barrio San Francisco de Miravalle, a 4 km al oriente de Guápulo. El huerto es uno de los cientos que se reparten en 21 parroquias suburbanas y rurales y 20 parroquias centrales del Distrito Metropolitana de Quito.
El proyecto nació en el 2002, impulsado por ConQuito, entidad del Municipio capitalino, y el apoyo, entre el 2007 y el 2011, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para mejorar la calidad de vida y la autoestima de la gente más pobre.
Participan mujeres que son jefas de hogar, adultos mayores, chicos que han dejado las drogas, escolares y emigrantes.
El BID señala que en el censo realizado el primer semestre del 2007, el proyecto registró 1 463 beneficiarios directos y 4 279 indirectos. Alrededor del 65% de participantes corresponde a mujeres, como doña Mariana, quien deja el azadón en el pequeño huerto de su predio de unos 1 600 metros y pasa al invernadero de tomate riñón.
El huerto está cruzado por seis ‘camas’ verticales (hileras) en las que cultiva remolacha, cebolla puerro, col bruselas, rábanos, fréjol y acelga.
Mariana, su esposo Plácido y sus hijas Elvia, Zoila y Carmen, preparan insecticidas naturales para acabar con las plagas y abono orgánico valiéndose de lombrices, desechos de comida, de cuyes y gallinas en una ‘compostera’ de 3 m de largo x 1 m de ancho. Una vez que cultivan las hortalizas, a los tres meses, la familia Cunalata las vende en el biomercado de la sede de ConQuito, que está junto a la parada del trole Jefferson Pérez, en el Machángara (todos los viernes). O en la Cruz del Papa (los sábados, cada 15 días).Los precios son baratos: los 500 gramos de remolacha, cincuenta centavos; una libra de acelga treinta centavos. Mariana, quien viste una camiseta blanca con la leyenda Yo soy agricultor urbano de Quito, abre la puerta del invernadero de 15 m x 5 m y sonríe al ver los tomates de un rojo intenso. Los plásticos abrigan a las 250 plantas, separadas a 25 centímetros y agarradas con piolas para que estén erguidas.
Se inclina para mostrar las mangueras, esenciales para el sistema de goteo que emplea, cada día durante 25 minutos.
El esposo y Elvia escuchan los pasos para cosechar 300 kilos de tomate.
“Durante un año aprendí, en ConQuito, cómo hacer el abono, el uso del agua, la preparación del semillero, la guía por el calendario lunar -siembro en luna nueva, cada 28 días-, un grupo de ingenieros agrónomos dio las clases a las compañeras, aquí nos asesora el ingeniero José Coronado”.
Puede cosechar hasta 3 y 4 veces al año y en los buenos tiempos, cuando suma 700 kilos de tomate, la familia Cunalata vende USD 600. Plácido, quien emigró de Píllaro, Tungurahua, al igual que la esposa, confiesa que el agua traen del barrio Alma Lojana, cercano a Monjas, al otro lado de la montaña. La luz viene de Guápulo.
Las sesenta familias que viven allí no tienen buses. Caminan por la empinada y estrecha calle La Tolita, la cual se inicia en la Escuela Nicolás Javier Goríbar, junto al barrio bohemio.
“Por suerte no hemos sufrido asaltos”, dice Miguel Ramírez, un vecino que cuida, para la venta, 26 gallos finos de pelea.
Tampoco han aparecido los invasores de tierras: los lotes son vigilados por los dueños y están cercados.
Mariana y Plácido, de 64 años, coinciden en que este trabajo en casa ha mejorado sus ingresos, consumen productos sanos, los cuales también van a la mesa de muchos quiteños que han identificado a las ocho bioferias que hay en la ciudad.
Mariana continúa fijando las piolas del invernadero y Elvia, madre de siete hijos, señala los babacos, moras y uvillas que también hay en Los Girasoles.
Activa, como la madre, Elvia dice que sus hijos menores se sienten más saludables, porque la familia descubrió una fortuna natural: comer productos sanos, ganar más plata, subir la autoestima y la unidad familiar.