Los cuencanos sienten que les cayeron las siete plagas y lo peor es que no saben cómo hallar la cura. La casi nula reacción de los líderes de la capital azuaya da la sensación de que Cuenca no tiene quién dé la cara por ella.
La grave paralización de las obras de construcción del tranvía, desde fines del 2013; los daños en la pista del aeropuerto Mariscal La Mar y la suspensión de la ruta aérea Cuenca-Guayaquil y viceversa desbordaron a las autoridades y a los gremios.
Lo del aeropuerto era un problema latente, pues desde la década de los 70 ya se planteó su reubicación, debido a que su pista no es apta para aviones más grandes.
La pérdida de pista de un avión de Tame, que ocurrió el 28 de abril del año pasado, desempolvó el tema y dejó sin conexión aérea a la ciudad durante casi un mes. En ese tiempo se hicieron algunas obras en la pista, que aún son solo una solución temporal.
La ciudad no ha podido manejar ese problema y se le hace mucho más difícil con el tranvía, que se volvió inmanejable. Esa megaobra, la gran apuesta del exalcalde Paul Granda (de Alianza País), ya va casi cuatro años en construcción y no hay visos de que se la vaya a culminar pronto.
La decisión de Tame de suspender su ruta hacia Guayaquil ahondó el aislamiento de Cuenca. Atrás quedó la época dorada de los 2000 cuando la ciudad llegó a tener hasta 14 operaciones aéreas diarias.
Esos tres grandes dolores de cabeza han empeorado la situación en la ciudad que se transformó en una verdadera crisis.
La expresión de esa crisis está en el centro de Cuenca. Negocios cerrados, porque las calles están obstruidas por las obras del tranvía, que no avanzan. El sector turístico ha dejado de recibir a los viajeros, porque el centro colonial era uno de los principales atractivos.
Algunos hoteles han cerrado sus puertas o han sido puestos en alquiler.
El ‘boom’ de Cuenca de ciudad próspera parece haberse agotado y comenzó la época de vacas flacas.