En muchos aspectos, George Orwell podría ser descrito como un intelectual conservador o como un conservador desde el punto de vista filosófico: era un individualista empedernido; desconfiaba de la tecnología y de la excesiva especialización del conocimiento; era un crítico acérrimo de los aparatos estatales y sus burocracias; llegó, incluso, a coquetear con la idea de que las personas tuvieran derecho a portar sus propias armas.
Estas posiciones se explican por la profunda desconfianza que Orwell sentía por el poder político y económico y porque no tenía una opinión demasiado risueña de la condición humana: durante toda su vida vio al mundo inclinándose más hacia el exceso y la violencia antes que hacia el equilibrio y la virtud.
Orwell entendió que la defensa de la libertad de pensamiento y de acción era un requisito indispensable para impedir que las personas fuéramos víctimas de sistemas políticos y económicos que negaran nuestra humanidad, esclavizándonos, sojuzgándonos.
Pero además de la libertad, el escritor inglés también entendió que la igualdad de oportunidades y derechos era otro valor indispensable para impedir que personas sin escrúpulos se aprovecharan de otras más débiles. Por eso, sus simpatías políticas siempre se dirigieron hacia el partido de los trabajadores de su país y, por eso, muchos consideran a Orwell como “de izquierdas”.
Orwell vio que libertad e igualdad eran principios que a veces competían entre sí y que uno de ellos podría afectarse si se privilegiaba demasiado al otro.
Para retratar esta paradoja –y seguramente para entenderla mejor– escribió “1984”, una novela que describe un mundo donde las necesidades materiales de la gente son cubiertas pero donde esa “igualación económica” ha sido conseguida a costa de un proceso de colectivización social y de la prohibición total del pensamiento crítico. La sociedad de “1984” es manejada a través del lenguaje o, mejor dicho, mediante la supresión del mismo.
Hay un “Newspeak” o nueva lengua que, por su llaneza, simplifica la realidad en la mente de las personas impidiéndoles que razonen. Hay un Ministerio de la Verdad que manipula los hechos y los presenta a conveniencia de quienes detentan el poder absoluto.
Hay señales preocupantes de que la distopia orwelliana ha resucitado. Desde Trump y su teoría de los “hechos alternativos”, hasta Correa y su eufemísticamente llamada “década ganada”, se nota en el mundo un resurgimiento de un estilo despótico de ejercer la política, distorsionando los hechos o simplificándolos al máximo.
Desde siempre los políticos de todo signo han tratado de adecuar la evidencia a sus intereses.
Pero esta es la primera vez que veo un esfuerzo deliberado y sistemático por torcer la verdad e imponer una mentira.