Se fue un caballero que vivió sus últimos años en las tinieblas. En realidad su esencia se había ido antes, casi dos décadas atrás, cuando aún brillaban las luces festivas en la capital y la libertad se ejercía a plenitud; cuando las notas del Himno a Quito se cantaban íntegras, a voz en cuello, recordando con orgullo el mestizaje de la ciudad; cuando los toros saltaban a la plaza de Iñaquito encendiendo los festejos en honor a la fundación española.
Se fue su espíritu tiempo atrás, ciertamente, pero se quedó su figura empequeñecida, aferrada a un hilo de vida que, poco a poco, se terminó apagando. La cruel enfermedad que bloqueó su mente se ensañó de manera especial con la familia, como sucede siempre en estos trances, pues mientras él vagaba libre por los campos de Píllaro y recortaba en secreto la embestida de algún huagrahuasi suelto, los suyos bregaban con los padecimientos del cuerpo ya desprovisto de toda sustancia.
Marcelo Cobo Sevilla, ambateño de cuna y origen, chulla quiteño por adopción, alcanzó hace pocos días su última puerta grande. A él y a su hermano, Carlos Manuel, se les debe, entre otras cosas, la iniciativa que llevó a hacer la primera importación de toros de lidia para la crianza de estos animales en los campos del país. Gracias a ellos y a un puñado de aficionados, quedaron atrás los festejos con toros importados de España durante la segunda mitad del siglo XX, y más lejos todavía quedaron las primeras corridas celebradas en Quito, allá por el año 1550, con el ganado cunero que trajeron al Ecuador durante la colonia los sacerdotes mercedarios, dominicos y franciscanos.
Entre 1976 y 1979, en el gobierno del triunvirato del que fuera parte el General Guillermo Durán Arcentales (otro gran aficionado a la fiesta brava), se poblaron los páramos del país con toros de lidia procedentes de las más reconocidas ganaderías de España. Para ese entonces, Marcelo Cobo había adquirido con mucho esfuerzo la legendaria hacienda Huagrahuasi, ubicada en Píllaro, provincia de Tungurahua, cuyo nombre traducido del quichua significa “la casa del toro”. Es allí, precisamente, en la casa de sus toros, donde este señor de gracia enorme, de buen ver (como él se autocalificaba), y desbordante simpatía, debe haber encontrado, para la larga espera, su querencia natural.
Se fue un caballero al que la oscuridad de estos tiempos, por fortuna, no lo alcanzó. Se fue pensando que todo seguía igual: que aún sonaban los clarines en la plaza del batán, que las grises arenas todavía reclamaban la estampa de sus toros, que se alternaban pasacalles y pasodobles en una buena faena, que Quito “era una fiesta”, como quizás habría dicho Hemingway parafraseándose a sí mismo.
Se fue un caballero para cumplir con la última suerte. Su memoria, aquel manantial que se había secado de pronto, volvió a su caudal, y entonces se lo vio otra vez colocándose su armadura, como un quijote que, al final, por un instante, recobró la lucidez.
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