La luz de la mañana entra por amplias ventanas, pero la palabra, el pensamiento y el sentir de Washington Mosquera hacen que los espacios de su taller se pinten con los colores de otra luz, la luz de la añoranza. En sus cuadros, lo personajes y los espacios se construyen como en escenas oníricas, como en situaciones anacrónicas; su pintura adquiere una especie de veladura, un tono que remite a otros siglos… a otros mundos. ‘Jardín de invierno’ se titula la más reciente muestra de su labor pictórica, las piezas se exhiben en la sala Joaquín Pinto de la Casa de la Cultura, hasta el 8 de diciembre.
Desde que firmaba sus cuadros como El Discípulo, hasta ser llamado maestro, la pintura en la vida de Mosquera ha tenido una sola constante: la pasión; y siguiendo ese camino que la pasión le trazó se ha dedicado a la pintura como un monje a su fe, con encerramiento y mística, con la misma emoción de hace 40 años.
Es –y se reconoce– como un hombre sensible: todo le lastima, todo le hiere. Le es duro convivir con el afuera, le atemorizan las multitudes; desde niño fue introvertido, a pesar de los mil oficios que desempeñó, de las mil anécdotas que recogió. Sin embargo, toma los componentes del exterior para llevarlos a su taller, “un laboratorio de alquimia”, y allí, asceta, les busca formas, hasta sacar todo lo que él tiene dentro: esos mundos feéricos, esas fantasías ante los ojos del espectador, esas verdades ante el creador.
Mosquera busca pintar las expresiones de los otros, su mirada trasciende rostros bellos y feos, la imagen le viene de sensaciones particulares: visiona a sus personajes. Mujeres, animales, criaturas… mariposas, caracoles, árboles… sus cuadros se comunican con el espíritu y así cumplen el rol que Mosquera les destina: que el espectador vea la imagen y busque cambiar, que la naturaleza no se contagie de maldad, que haya generosidad y paz; al fin, lo que el pintor añora es una edad de oro.
Para trabajar su arte se da a las maneras de la edad media y del renacimiento, esas recetas antiguas le dan contento y no las fórmulas contemporáneas. Sus amigos son Leonardo, Miguel Ángel y Rembrandt; dice que dialoga con ellos y que ellos, en sueños, le aconsejan. También se relaciona con los barrocos y los impresionistas, con los simbolistas y los flamencos, sabe de ellos; pero siente que mientras más se llena de sabiduría, se queda más vacío… es que hay tanto por conocer.
Mosquera se dio a investigar y experimentar en el arte temprano. Si al inicio una corrida de toros le marcó a sus 8 años y por ella empezó a dibujar estampas taurinas, fue un periquito pintado con la acuarela de Joaquín Pinto el que le convocaba todos los domingos al museo, ese periquito le cantó a sus 12 años lo que habría de ser: pintor. Ya encaminado, se entregó a la ilustración de poesías, lo que es igual a dibujar sensaciones. Los románticos y los malditos eran sus poetas predilectos, cita al Conde de Lautremont.
Pinturas y palabras, la locura le daba escalofríos pero le atraía con fuerza singular. Como si de una anacronía se tratase empezó a vestir con gorra ancha, pañuelo al cuello, con chaqueta corta de traje corto torero, con pantalones acampanados, con botas de caña y tacón alto; bajo el brazo siempre llevaba el tablero, los papeles y los lápices. Las esquinas de Quito, “testigo de todo lo que he hecho, ciudad que lo engloba todo”, eran Venecia ante sus ojos y él, bajo la lluvia, pintaba los reflejos. La gente le rodeaba, admiraba su arte e, incluso, peleaba por él contra los policías municipales que le acusaban de alterar el orden público…¡A él! Que en su voz tiene solo paz y en su arte puro sueño.
Ahora, sus obras le llevan mucho tiempo, vuelve a ella a los siete u ocho meses, inconforme siempre, deja los cuadros en su taller. Hasta allí llega todos los días, incluso cuando dice que va a comprar el pan. Y sus escenas y sus personajes cuelgan de los muros, y Gala, su perra, pasea por allí y les ladra como si de personas reales se tratase. La luz, que es la “transparencia del ser humano”, que es “la vida”, entra en el taller de Washington Mosquera. Él, sensible, la pinta.
HOJA DE VIDA
Washington Mosquera
Nació en Quito, el 21 de julio de 1953.
Estudió en el Colegio de Artes Plásticas de la U. Central. Hasta 1980 firmó bajo el pseudónimo de ‘El Discípulo’