Hace una semana, en esta misma columna, me referí a cierto proyecto que parece estar avanzando a marchas forzadas en el órgano legislativo, con la imposible esperanza de ponerse al día después de nueve años de atraso. Es evidente que el proyecto aquel se convertirá en ley de la República, sin importar las observaciones que han sido formuladas con la mejor voluntad, ni las voces adversas que se han dejado oír para poner de relieve sus deficiencias. Porque el proyecto las tiene, qué duda cabe, y entre todas las que tiene, las hay de mucho bulto, y yo mismo traté de señalarlas. No obstante, allí está el calificativo que le puse: “aceptable”. ¿Por qué lo hice?
“Aceptable” es un adjetivo que suele ser adjudicado a algún objeto (cosa, utensilio, texto, obra de arte, o lo que sea) que no puede ser calificado como bueno, positivo, recomendable ni deseable. Menos aun como excelente, lúcido, maravilloso ni extraordinario. No. Aceptable es aquello que, pese a sus defectos o deficiencias, puede ser tolerado –y ya sabemos que siempre se tolera lo que por sí mismo es malo pero se nos presenta como inevitable. El Diccionario de la Academia registra en la voz “aceptar”, una acepción, la cuarta, según la cual este verbo significa “asumir resignadamente un sacrificio, molestia o privación”. “Aceptable” es, al menos en el habla ecuatoriana, precisamente eso y solo eso: algo que puede ser asumido resignadamente.
Así ocurre con este proyecto. Es aceptable porque se presenta menos malo que los precedentes, en los cuales había disposiciones francamente intolerables, y a tal grado, que solo recordarlas nos lleva a preguntar cómo fue posible que haya habido quienes tuvieron tranquilidad para escribirlas. Pero el hecho de haberlas corregido o eliminado no llega a convertir en algo bueno el actual documento. Quizá lo más acertado sería considerarlo como…mediocre, y así habrá que aceptarlo, aunque hacerlo no nos cause ningún entusiasmo. Hay que hacerlo sencillamente porque no es posible vislumbrar en las actuales circunstancias ninguna posibilidad de mejorarlo. No la habrá porque los plazos se acaban y las preocupaciones de todos, tanto la de los responsables de la aprobación de las leyes como la de quienes no lo somos, ha empezado ya a desplazarse hacia otros temas que sin duda revisten mayor importancia o más alarmante gravedad −y eso sin contar con otros inconvenientes, relacionados con la ausencia de debates suficientes en el proceso final de la elaboración de las leyes.
Así, la suerte está echada y podemos sentirnos afortunados porque el actual proyecto es menos malo que los anteriores. Nueve años ha costado el trabajo de hacerlo, porque siempre parece haber sido encargado a personas que pusieron más atención en la lógica de su “proyecto político” que en la materia tratada. Por fortuna, esa materia es proteica, renace siempre de sus propias cenizas y hasta hoy no ha habido ningún sistema ni “proyecto” que logre domesticarla.