La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) atraviesa por una situación sumamente delicada. En un artículo publicado en el diario El País (España), su presidente, James Cavallaro, ha manifestado que esta instancia regional enfrenta la peor crisis financiera de su historia.
“Tenemos las arcas absolutamente vacías. Si esto no cambia pronto, el 31 de julio perderemos el 40% de nuestro personal”, ha dicho. Esto afectará de manera inmediata a las actividades que realiza la CIDH como son visitas a los países, audiencias públicas, medidas urgentes de protección, entre otras.
La CIDH es la iniciativa más antigua de América Latina en el campo de los derechos humanos. Fue fundada en 1959 como parte de la Organización de Estados Americanos (OEA). Sin embargo, desde sus orígenes el aporte de los países latinoamericanos ha sido exiguo.
Buena parte del financiamiento proviene de aportes del Consejo de Europa (41,5%), OEA (menos del 6%) y aportes voluntarios de EE.UU., Canadá, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Noruega, Reino Unido, Holanda, Suecia, Suiza y la Unión Europea.
El problema se presenta cuando en este año los recursos que se esperaban contar de Europa se redujeron. La recesión y la crisis de los refugiados son la causa.
No obstante, la queja, tristeza y frustración de Cavallaro se debe fundamentalmente a que este organismo, que ha trabajado por décadas en favor de los derechos humanos, no esté financiada por los propios países de la región o que esta ayuda no supere el 6% de su presupuesto.
Realmente es vergonzoso que a estas alturas de nuestra historia, América Latina siga pensando sobre este tema como si fuésemos todavía países subdesarrollados. Es decir, que siempre pensemos que debemos recibir ayuda de otros (Estados Unidos, Europa, etc.), sin tener la mínima intención de pagar nuestras propias cuentas.
¿El aporte que habría que hacer como Estados para mantener a la CIDH es significativo? ¿Hemos puesto en la balanza lo que ha significado el trabajo de la CIDH en cuanto a protección, monitoreo, coordinación de acciones urgentes y, sobre todo, reparación de víctimas en el campo? ¿Hemos hecho acaso un análisis de cuánto los Estados pierden por concepto de corrupción frente a lo que significaría dar un mayor aporte a esta y otras instancias de los DD.HH.?
No es casual que suceda así. Los DD.HH. incomodan a presidentes de América Latina. Ante la ausencia de sistemas de justicia independientes, una de las pocas alternativas que les queda a las víctimas de los abusos es la CIDH (previo a la Corte Interamericana). De ahí que algunos gobernantes hayan optado por estrangular financieramente a esta organización y sigan pensando en crear organizaciones paralelas, fácilmente manipulables.
Aunque esta noticia quizá alegre a unos, es penosa para los cerca de mil millones de personas que habitan este continente.