Algunas personas se preguntan si el terremoto, y cuantos males nos afligen por los siglos de los siglos, no serán un castigo de Dios… Lo malo no es pensarlo, sino deseárselo a otros, asumiendo el papel de jueces cuando no de verdugos. Tristemente, también hay lecturas de fe que solo dejan espacio al desaliento.
En momentos como este, en los que experimentamos con mayor evidencia la fragilidad del mundo y del hombre, conviene recordar, especialmente a los creyentes y a cuantos sienten la dificultad de la fe, que el Dios de Jesucristo es un Dios solidario, capaz de rescatarnos de entre los escombros de la historia. A estas alturas, la muerte no es ninguna novedad. Ella forma parte inevitable de la vida. Podemos ignorar la idea de la muerte, vivir como si no existiera, pero nunca podremos ignorar el hecho de morir. Al fin y al cabo, el terremoto solo deja en evidencia, de forma masiva y contundente, lo que el hombre experimenta cada día. Es ahí, en esa condición humana finita y vulnerable, donde el Hijo de Dios se encarna, para recordarnos que la muerte no tiene la última palabra, para ofrecernos un proyecto humano de vida, incapaz de ignorar el dolor, pero suficientemente apto como para abrirnos a la esperanza de lo definitivo.
A los profetas de desgracias (siempre ajenas) hay que recordarles que Jesucristo proclama a los cuatro vientos el amor misericordioso de un Padre bueno que siente ternura por sus hijos. Si algo nos enseña el Nazareno mientras recorre los caminos de Galilea, es a caminar por la vida con compasión, atentos a los que más sufren física y moralmente. Si a los hombres no se nos conmueven las entrañas ante los heridos y los descartados de este mundo, hay que decir que la política, las ideologías, la técnica y cuanto seamos capaces de inventar, se vuelve irrelevante. Por eso, antes de discutir qué es lo que creemos cada uno o qué ideología defendemos, hemos de preguntarnos a qué nos dedicamos, a quién amamos y qué hacemos en concreto a favor de las víctimas. Solo la compasión nos hará humanos y creíbles.
El terremoto no solo ha conmovido los cimientos de la tierra; también ha removido nuestros corazones y ha dejado en evidencia que en nuestra vida cotidiana, a veces tan mediocre y vulgar, puede acontecer todavía “el milagro de la fraternidad”. Basta con que nos atrevamos a renunciar a pequeñas ventajas y empecemos a acercarnos a las personas. Como lo hacía Jesús… Quien comprende esto sabe que todos somos “compañeros de viaje” que compartimos la misma condición de seres frágiles que nos necesitamos unos a otros.
Esta no es la hora de la amenaza ni de pedir cuentas. Al contrario, es el momento del consuelo, de sembrar esperanza y recordar a los empobrecidos, a las víctimas de esta tragedia escrita con sangre y lágrimas, que, con la ayuda de Dios y con la solidaridad humana como aliada, no todo está perdido.