O sea, para mi abuela y yo, no para usted, astuto lector. Me explico. Cuando tenía 20 años y quería entenderlo todo, compré un manual sencillo sobre la Teoría de la Relatividad, con esa foto de Albert sacando la lengua que se convertiría en ícono de Mick Jagger.
Confieso que no entendí cabalmente la tal teoría, ni la especial ni la general ni las ondas gravitacionales que hoy están de moda, pero descubrí que esa era la puerta a un universo fantástico y que si el espacio y el tiempo eran relativos, y cambiaban por efecto de la velocidad o lo que fuere, cuánto más relativas serían las ingenuas percepciones y creencias de nosotros, los de a pie, que vivíamos, sufríamos, alardeábamos y moríamos en un pedacito ínfimo de la realidad, con nuestros dioses y demonios y caudillos populistas, sin tener la más peregrina idea del cosmos que tan fugazmente habitábamos. Como decía el mismo Albert: ¿qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida?
Por eso era asombroso que un cerebro humano, el de un judío europeo de principios del siglo XX, a punta de razón y especulación hubiera logrado semejantes descubrimientos, atrapando al monstruo de la energía en una inocente ecuación: E=mc2. Claro que tuvo antecesores brillantes, no partió de la nada, y luego vinieron otros que hasta le enmendaron la plana y ese monstruo fue desatado en Hiroshima y Nagasaki, pero los mortales seguíamos en Babia.
“No entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela”, decía Albert. Pero eso sería a la abuela de él que tenía los mismos genes, porque la mía, de misa diaria, se negaba a creer que los gringos habían llegado a la luna “porque al cielo, hijito, solo se llega muerto en gracia de Dios”. ¡Elé! Aunque Einstein también dijo que “Dios no juega a los dados”. No afirmaba la divinidad sino la existencia del orden racional, y por tanto comprensible, del universo.
Hay otra anécdota que le acomodan: cuando conoció a Charles Chaplin, al genio del cine mudo le habría dicho: “Lo que más admiro de su arte es su universalidad; usted no dice una palabra y todo el mundo lo entiende”. A lo que Chaplin respondió: “Su gloria es mayor: el mundo entero lo admira pero nadie entiende una palabra de lo que dice”.
Años después leí un libro de Stephen Hawking sobre mecánica cuántica y solo entendí una partecita. Menos mal que vino a mi rescate otro físico genial, Richard Feynman: “Si crees que entiendes la mecánica cuántica, no entiendes la mecánica cuántica”. Puesto en morocho, que nuestra manera de entender las cosas no es apta para comprender, por ejemplo, que una partícula puede estar en varios sitios al mismo tiempo. Para los creyentes, ese es el don de la ubicuidad, atributo exclusivo de Dios, pero Hawking refutaba a don Albert al sentenciar que “Dios sí juega a los dados”. Es decir, que hay en el universo un fondo caótico, aleatorio y, por tanto, impredecible. Creo que quedó claro, ¿no?