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Temprano por la mañana del 25 de diciembre, la ciudad se encuentra sumida en profundo e inusual silencio. Poco a poco, en la ausencia de cualquier sonido que pudiera distraer, ese silencio se va impregnando de recuerdos y de imágenes.
Los primeros recuerdos son de las navidades de la niñez, llenos de inocente ilusión, que luego vimos en los ojos de nuestros hijos, y, quienes hemos recorrido un camino más largo, en los de nuestros nietos. Recuerdos de campanitas, villancicos, regalos, sorpresa, cenas, misa de gallo cuando fuimos más grandes. Y viene el reconocimiento de lo inconscientes que éramos de nuestra condición de privilegio.
Y el silencio nos trae imágenes. La detención de Manuela Picq, que nos escribe a sus amigos desde Alemania, alejada por un poder represivo e injusto de su amor, sus amistades, su trabajo y su vocación. Leopoldo López, encerrado en una cárcel venezolana. Su valiente esposa Lilian Tintori luchando por lograr apoyo a veces cínicamente negado por quienes se declaran defensores de la libertad y los derechos humanos. Las escenas de pánico y de dolor ante los ataques terroristas en París, y en otros lugares de los cuales quién sabe ni nos enteramos, y que no parecen interesarnos, como Beirut, Líbano, Kabul, Afganistán, Peshawar, Pakistán o Baga, Nigeria. Las filas interminables de refugiados sirios desembarcando, asustados, de precarias embarcaciones para comenzar a cruzar, en interminables filas, las campiñas de Grecia, Macedonia, Hungría, Alemania. Llevan a preguntarnos cuál sentimiento será más fuerte en los padres y madres que ahí caminan: ¿alivio por haber podido sacar a sus hijos del infierno de la guerra? o ¿interminable angustia ante las incertidumbres y las penurias que les esperan? Las mujeres que por millones, en todas partes del mundo, sufren desde pequeñas la violencia de padres y hermanos, y luego de sus parejas.
Spoghmai, la profesora afgana que quedó terriblemente lisiada por un ataque de los talibanes en Afganistán, dice: “Muchas veces me he preguntado por qué no morí cuando fui herida”.
Recordamos a quienes ya no están, padres, hermanos, primos, amigos, con quienes celebramos una o muchas navidades y compartimos deseos de felicidad, que se hicieron realidad algunas veces, pero muchas otras quedaron en mero sueño que se desvaneció.
Recordamos la intensa felicidad de la nieta de tres años cuando pregunta “¿Quieres jugar conmigo?” y le contestamos que sí. Es a veces así de simple -tan simple como el silencio- hacer feliz a alguien a quien amamos.
Y volvemos a la íntima conciencia de cuán privilegiados somos quienes podemos, en el silencio de la mañana de Navidad, sentir bellos lazos de amor y de amistad, y disfrutar de ellos con tranquilidad en el alma y paz a nuestro alrededor. No creo que existe mayor privilegio.