La universidad estatal adoleció de carencias inherentes al llamado modelo napoleónico, cuyos signos más destacables los enumeró Darcy Ribeiro: profesionalismo, duplicación, elitismo, burocratismo… Fue una universidad “patricia, de espaldas a nuestra realidad social, de varios modos cómplice de la fenomenal injusticia social imperante, laboratorio intelectual de amparo y defensa del patronato colonial”.
Después llegaron los postulados de la Reforma de Córdova: universidad abierta a la problemática social, que convoque a las clases desposeídas, antiimperialista y coadyuvante de la revolución nacional. Este entramado teórico atrajo a las izquierdas que vieron a la universidad como una de sus fortalezas multiplicadoras.
Luego de conmociones intestinas, se gestó el paso de una universidad “vegetativa” a otra en la que se preparaban militantes de la revolución marxista. La “masificación” de la universidad fue demonizada por mucho tiempo. Hernán Malo González, mentor de la histórica transformación de la Universidad Católica del Ecuador, tituló a uno de sus brillantes ensayos ‘Universidad, institución perversa’, aludiendo a lo borrascoso del tema. En tanto, la universidad estatal ha permanecido asida al borde del abismo y sus estudiantes, estigmatizados de mediocres.
Los hechos acaecidos a propósito de la caída del Muro de Berlín mutaron los problemas de la universidad estatal. El mercado engulló a la política y la devolvió en feria y corrupción edulcorada por eslóganes vacuos. Efluvios de violentismo seguían en pie entre estudiantes.
Proliferaron las “universidades garajes”. En Ecuador se clausuraron varios de estos centros y se empezó a hablar de reforma universitaria, unimismándola con la palabra excelencia. Con base en esta, se eliminaron los doctorados anteriores, rebajándolos a niveles ínfimos; se colocaron maquinillas controladoras de asistencias; se importaron plantillas académicas; los maestros a tiempo completo deambulan -almas en pena- por los muros del cautiverio académico siglo XXI; se abolió de un tajo la autonomía universitaria, y, para trepar del eufemístico tercer mundo al primero, se fijó el año 2017 para que el 70% de profesores exhiban sus PhD.
Mientras esperamos, ¿perplejos, oprimidos, ignaros? el milagro del omnisciente gobernante de turno, y los fidedignos resultados de la orgiástica inversión en proyectos de universidades extranjerizantes que acentuaron nuestro sentimiento de minusvalía (la incorporación de profesores Prometeos), creemos que la universidad deberá seguir siendo sede de la autonomía de la razón, diálogo permanente de las voces de la historia, pacto de la razón crítica de su ser esencial, del entorno
al cual se debe y del mundo al que pertenece.
La Universidad Andina Simón Bolívar –magna obra de Enrique Ayala Mora, uno de los más preclaros ecuatorianos-, se torna paradigmática. Sin eludir los imperativos cientificistas y tecnológicos, sigue fomentando el humanismo, imprescindible en cualquier época de la historia.
Marco Antonio Rodríguez