La estrategia comunicacional del Gobierno ha resultado exitosa en estos ocho años, en parte, porque el presidente Rafael Correa es un buen sofista.
Su capacidad para revestir de construcciones lógicas sus luchas y revanchas políticas, por muy emocionales que estas resulten, parece brotar de fuentes inagotables. Por eso, su ejercicio de convencimiento y autoconvencimiento le ha dado resultados.
Sin embargo, el sofisma con el que pretendió neutralizar, en la última sabatina, las críticas al Gobierno por la orden de desalojo de la sede de la Conaie esta vez estuvo desprovisto de esa capa de barniz. Fue preocupante que, en aras de mantener una pugna con este sector del movimiento indígena, el Presidente haya relativizado su lucha; prácticamente se puso de espaldas al pasado que él aplaudió.
¿Qué habría sucedido si los presidentes Jamil Mahuad, Gustavo Noboa o Lucio Gutiérrez desalojaban a los indígenas de la sede de la Conaie, los días en que todos los sectores de la llamada izquierda ecuatoriana saludaban su ejercicio de resistencia política a costa, incluso, de la ruptura del orden democrático y del sistema legal?
Muchos de los dirigentes de aquella izquierda, que hoy son parte del Gobierno, sí se acercaron a Lourdes Tibán a solidarizarse por la sorpresiva orden. Algunos se atrevieron a poner algo en sus cuentas de Twitter, pero la mayoría calló porque el ejercicio de convencimiento colectivo que cada sábado realiza el Presidente resulta más efectivo dentro de Alianza País que de cara a la opinión pública.
Recurrir a imágenes de archivo, de hace casi cinco años, para asegurar que la Conaie no merece tener una sede porque se reunió con Miguel Palacios Frugone, de la Junta Cívica de Guayaquil, es disimular una historia de rebeldía y accionar político. Y al pretender anularla con un trámite burocrático, el presidente Correa cae en un triste ejercicio de autoconvencimiento de que la lucha indígena jamás lo motivó.