No sé si los lectores de hoy, en especial los jóvenes, conocen la obra de Raymond Radiguet. Lo leí en mi adolescencia. Nació en Saint-Maur, a orillas del Marne, el 18 de junio de 1903. Estudió sin interés en la escuela municipal y, trasladado a París, en el liceo Charlemagne. La primera guerra mundial le pareció un período de “grandes vacaciones”. A los quince años abandonó los estudios para dedicarse al periodismo. Llevó una vida bohemia y desordenada. Mantuvo relaciones con destacadas figuras de la literatura francesa, como Max Jacob y Jean Cocteau. En octubre de 1923 enfermó gravemente. El 9 de diciembre dijo a quienes lo acompañaban: “Dentro de tres días seré fusilado por los soldados de Dios”. Murió el día 12. Tenía veinte años.
Era radicalmente reservado y sobrio. Tímido. Tenía, afirman quienes lo conocieron, una instintiva repulsión por cualquier forma de excentricidad o exhibicionismo. En 1930, a los diecisiete años, publicó un corto poemario y representó una obra de teatro. En 1921 escribió ‘El diablo en el cuerpo’, una novela en cierto sentido autobiográfica, de sorprendente madurez, lúcida y cínica, que le concitó admiración y repudio. En 1923, en el verano, pocos meses antes de morir, escribió ‘El baile del conde de Orgel’. Años más tarde, François Mauriac, en un “pequeño ensayo”, concluyó: “Su obra nos basta tal cual es; la causa está lista para sentencia: aquel chiquillo era un verdadero maestro”.
Una lectura actual de ‘El diablo en el cuerpo’ es inevitablemente distinta. Es una historia lineal, narrada en primera persona, del amor clandestino de un adolescente -quince años- con una muchacha también joven, casada con un soldado que se encuentra en el frente. Con un estilo preciso, sin desbordes y excesos sentimentales, el personaje describe con sinceridad desacostumbrada, dura y eficaz (el cinismo de que hablaron los críticos), los distintos momentos de esa relación y sus sentimientos más íntimos y contradictorios. Hasta la tragedia -la amante muere- es aceptada con resignación y, en alguna forma, por ser una solución a sus conflictos (“las cosas vuelven a ponerse en su sitio”), con una fría sensación de alivio.
El caso excepcional de Raymond Radiguet llevó a los críticos a tratar de explicarse la presencia en su vida y en su obra de esa comunión inusual entre extrema juventud y lúcida precocidad creativa. Tal vez fue Jean Cocteau, su más cercano e inseparable amigo, al bosquejar el retrato de “este extraño muchacho” que, “más que ninguno de nosotros, merece el epíteto de clásico”, quien mejor captó su honda y desconcertante paradoja vital: “Tenía quince años y se atribuía dieciocho… Se dejaba crecer el cabello, sin hacérselo cortar jamás. Era miope, casi ciego, y raras veces abría la boca. La primera vez que vino a verme, enviado por Max Jacob, me anunciaron así su visita: En la antesala hay un niño con un bastón…”