El 9 de noviembre se celebró el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. Su demolición significó el fracaso de la doctrina comunista que pretendió asesinar a Dios, a la libertad de los hombres y hundir al mundo en la oscuridad ateísta. Escandalosa ironía de un par de antípodas ideológicas, pues, con el mismísimo fondo, el pensamiento del capitalismo salvaje, que hiere y oprime la dignidad humana, engaña al mundo bajo la égida, dizque, de los derechos humanos, del “libre” mercado, de la competencia y de la globalización; grande hipocresía: se explota a los pueblos y a las personas más necesitadas, se atenta contra el medioambiente, se ahonda –aún más- la brecha entre los que tienen mucho y los que nada tienen, se finca como objetivo principal la ganancia insolente, rezagando más el auténtico desarrollo humano, el progreso de los pueblos y la preservación de los recursos naturales para las futuras generaciones.
¿Por qué nos resulta tan poco sorpresivo ese despliegue mediático, que solo ha enaltecido las actuaciones, a la sazón, de Gorbachov y de Reagan? Un dicho lo expresa de manera lacónica: “es de bien nacidos el ser agradecidos”. ¿Por qué pretender entonces dejar de lado a un actor, el principal, cuya única misión -que la cumplió a cabalidad- fue ser el vicario de Cristo en la Tierra? ¡Omitieron a Juan Pablo II! que, hoy santo de la Iglesia Católica, fue quien detonó la caída del fatídico muro, con una sucesión de acciones –tan características del él- decididas y valerosas; tan fue así que “el mismo Gorbachov no tuvo reparo reconocer, públicamente, que la intervención de Juan Pablo II fue decisiva en los acontecimientos que culminaron, en noviembre de 1989, con el derribo del Muro de Berlín y con todo el sistema comunista en Europa” (Iglesia en el mundo”, de Alberto Royo Mejía).
“Nadie discute hoy que sin los viajes del Papa a Polonia no se podría haber puesto en marcha el llamado «efecto dominó», que, partiendo del ejemplo polaco, contagió a las demás naciones marxistas del entorno, incluida la Unión Soviética, y terminó con la dictadura. En el primer viaje de Juan Pablo II a Polonia, poco después de ser elegido papa, el 2 de junio de 1979, el nuevo Pontífice animó a sus compatriotas a plantarle cara al tirano” (Ídem).
Pero aún quedan por desmoronar otros muros siniestros. ¿Quién dice algo de aquel, ubicado en la frontera entre Méjico y EE.UU., gigante, prepotente, ignominioso? ¿Y qué de ese otro, que sin ser un muro de piedra, es tan perverso como los otros, ese que se erigió y que permanece por más de 50 años, entre Cuba y la Florida, donde frecuentemente tantas personas ansían llegar a la orilla de al frente en búsqueda de la libertad arrebatada hace varias generaciones, que nunca supieron -todavía no lo saben- cómo es vivir con libre albedrío?
Columnista Invitado