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Los grafiteros del pasado, me refiero a esos vándalos románticos y anónimos que pintarrajeaban las paredes de las principales ciudades del mundo con consignas revolucionarias, protestas coyunturales y poéticas declaraciones de amor, han sido sustituidos en esta época por batallones de asalariados al servicio de los poderosos para denigrar, insultar o desprestigiar a contrarios y enemigos.
En cambio los trolls, según la jerga de Internet, son aquellos personajes encubiertos por identidades falsas que publican mensajes provocadores, irrelevantes o injuriosos contra otras personas, a nombre o en representación de ciertos órganos de poder a cambio de una remuneración. En definitiva vienen a ser una degeneración de los modernos grafiteros para el área de la tecnología y las redes sociales. Y son una degeneración porque los denominados trolls no son reclutados precisamente por sus habilidades con la pintura, el dibujo y la caligrafía, ni tampoco por sus ideas ingeniosas ni por su lírica y su prosa ácida y oportuna (como sí se exige a un grafitero aunque se dedique solo a la ofensa y a la diatriba), sino que se los contrata por su identidad sumisa, por su manifiesta cobardía, por sus retorcidos ideales, por su ilimitada ambición y por la excelsa capacidad que tienen para tirar piedras y esconder las manos.
Es evidente que entre los grafiteros contemporáneos y los trolls todavía es posible descubrir algunas diferencias más, pero también hay entre ellos varias similitudes: la principal quizá es que el fin último de su actividad es igualmente despreciable.
Otra evidente es que tanto los unos como los otros han
encontrado espacio en sociedades en las que predomina la violencia y la confrontación por sobre el diálogo y el interés común, en las que prevalecen los insultos y las provocaciones por encima del respeto a los demás, sociedades normalmente incultas y manifiestamente dóciles en las que se escoge el atajo para adelantar la línea, se pisotean las normas y los códigos con absoluta impunidad y se borran de las escalas valores como la decencia y la honestidad.
En la última novela de Arturo Pérez Reverte, ‘El Francotirador Paciente’, el autor hace un interesante ejercicio exploratorio hacia el mundo de los grafiteros que dieron origen a esta manifestación artística. El lector encuentra allí personajes quijotescos que se disputaban el honor de pintar consignas o verdaderas obras de arte en los lugares más insospechados, por ejemplo los vagones de un metro, las estaciones del tren o las cúpulas insignes de los principales edificios de una ciudad. Al que lo conseguía, en un pacto tácito de caballeros, se le respetaba su trabajo sin osar siquiera tocarlo. Entre las bandas de la urbe sobresalían los más ingeniosos o los más atrevidos, y su recompensa giraba casi siempre en torno al honor y la gloria.
Hoy a estos otros ya no les importa la gloria; el honor sí, por supuesto, pero cuando es ajeno, para pisotearlo y cobrar su cheque.