Fernando Tinajero
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Escrita como una “novela en forma de variaciones”, según declaraciónde su autor, “El libro de la risa y el olvido” es una de las obras menos frecuentadas de Kundera, al menos entre los lectores ecuatorianos. De las siete partes independientes que la componen, la cuarta desarrolla como un relato onírico el exilio de Tamina en una isla dominada por los niños.
Semejante compañía empieza por ser grata y le ayuda a olvidar a su marido muerto, borrando de su espíritu y de su cuerpo los rastros de su amor y de las horribles circunstancias en las que hubo de perderlo. Contagiada por la aparente inocencia y la ingenua curiosidad de los pequeños, empieza a mirar el mundo con una simplicidad elemental que logra cerrar sus heridas; pero ese grato apaciguamiento dura poco: inopinadamente los niños empiezan a mostrarle sus malévolos juegos y terminan por descubrir una lascivia repugnante. Sin posibilidad alguna de oponerse a esa suerte de parvulocracia que domina aquella isla, Tamina se deja arrastrar sin resistencia, va perdiendo lentamente el dominio de sí misma, su propia voluntad, y hasta olvida los valores que creyó necesario practicar toda la vida. Aunque se sabe constantemente observada y vigilada, aun cuando los niños parecen no estar cerca, termina por no dar importancia a esa situación en la que su propia identidad se va disolviendo lentamente. De ahí en adelante, no será más que un juguete en manos de esos niños procaces y perversos, y lo será hasta terminar tragada por las aguas del mar que le rodea.
No se trata, por supuesto, de una disparatada fantasía. Debidamente reintegrado a su conjunto, y una vez identificados los vasos comunicantes que vinculan la historia de Tamina con las demás partes del texto, lo que aparece ante el lector es una representación que no por crítica es menos dolorosa de la situación que vivió Praga después de la invasión soviética de agosto del 68 –aquella que puso fin a la inolvidable Primavera de Praga. Como ya ocurrió en “La vida está en otra parte” y como volverá a ocurrir en “La insoportable levedad del ser”, el idilio se muestra entonces como la lírica del terror.
Recuerdo haber leído esa novela en 1978, después de haber dejado para siempre aquella Praga ocupada. En ella ya había vivido la experiencia de un totalitarismo que invocaba los mejores valores de la solidaridad, del crecimiento humano buscado por encima de toda fiebre por la posesión de las cosas y la participación popular en la toma de decisiones sobre el rumbo del Estado. O sea, la inocente presencia de los niños. Por eso la novela de Kundera me había revelado desde la primera lectura sus secretos y no tardé en encontrar sus alegorías y sus claves secretas. Nunca pude imaginar que al cabo de 36 años habría de recordarlas justamente cuando he creído vislumbrar una suerte de remedo de la parvulocracia propia del infierno de Tamina, en paralelo con una gerontofobia disfrazada en el idilio de una serie de benévolas acciones en favor de los viejos.