Tres son los flagelos que singularizan la crisis nacional en los tiempos actuales: las carencias económicas y sociales de la mayoría de la población; la violencia e inseguridad rampantes; y, la incuria y desgobierno de quienes fueron elegidos para afrontar los problemas nacionales. Juntos estos elementos están llevando al país hacia el abismo.
Los indicadores de pobreza extrema son escamoteados con los informes de avance de obras, con datos muchas veces contradictorios. No hay políticas de apoyo a las comunidades, a los territorios en abandono y el tejido social está descompuesto; son las condiciones adecuadas para la acción del narcotráfico. La pobreza y las desigualdades invaden a capas sociales que disponían de posibilidades de mejoramiento de sus condiciones de vida; la clase media está en el camino de la extinción, al compás de los escándalos sobre el mal uso o apropiación de los recursos públicos por grupos y personajes amantes del dinero fácil.
El narcotráfico ha invadido muchos sectores del país y ha creado una desinstitucionalización, aún en la justicia. El Estado se encuentra impotente ante la presencia de un virtual estado paralelo.
Para enfrentar la violencia e inseguridad, debidas a conflictos entre bandas que se disputan mercados del narcotráfico, se ha escogido la vía militar, relegando a las políticas sociales. Esta opción no es el resultado de políticas públicas y crea expectativas en la población, que no pueden ser resueltas en plazos muy cortos.
La política, y el juego político, que han debido ser la vía para el despertar de la conciencia nacional que permita asumir una acción concertada en pos de la solución a los graves problemas del país, se enreda cada vez más en la demagogia y en los diferendos por el reparto de privilegios, con la corrupción como su caldo de cultivo. Y el gobierno no responde a las causas nacionales.
El rechazo total a la consulta popular del pasado mes de febrero no hizo efecto alguno para cambiar el estilo de conducción del gobierno.