Una avalancha de críticas a la selección del Consejo de Participación Ciudadana se ha levantado. Se ha dicho que el concurso previo tuvo fallas, que el organismo nace descalificado, que responde a cuotas políticas, que pudo integrarse de otra manera, que no procederá con solvencia e independencia del gobierno.
Se ha debatido sobre la mayoría de esos y otros reparos. Y quizá ese consejo pudo escogerse de mejor manera. Pero lo de fondo es que su naturaleza misma merece análisis. Lo fundamental no es si debieron hacerse otras preguntas en el concurso, o si se podía aceptar tal o cual tipo de certificado. Lo que de verdad importa es saber si ese consejo y la Función de transparencia y control social tienen o no sentido. Más aún, debemos preguntarnos ¿hacía falta crear un nuevo poder o función del Estado?
Le gente demandaba cambios desde hace años. Y la Constituyente de 1997-1998, dominada por la derecha, solo aceptó algunas innovaciones en los derechos ciudadanos y la diversidad del país. Pero retrocedió al reducir el papel del Estado en la economía y mantener varias instituciones en manos de los partidos de Estado.
Por ello, la ciudadanía tuvo mucha expectativa sobre la constituyente de 2007-2008. Pero la Constitución terminó siendo un texto enorme, farragoso y contradictorio; con artículos declarativos, definiciones inapropiadas, errores y ambiguedades. Muchas de sus disposiciones tuvieron motivaciones coyunturales.
Claro que la Constitución de Montecristi tiene elementos positivos, sobre todo cuando enuncia derechos. Pero fue tan mal hecha, que sus redactores privaron al país de una Carta Política que pudo ser referente del siglo XXI, y le dieron a la derecha una carga de argumentos con su deplorable estructura y redacción. Desde el punto de vista de la izquierda y el socialismo, se perdió la oportunidad de contar con una Constitución clara, corta, concisa, que fundamentara un proyecto progresista de largo plazo.
Esa Constituyente, sin base en la doctrina o la práctica, creó la función de “control social y transparencia” y el Consejo de Participación, que no tienen sustentación jurídica ni necesidad real. Pero lo que es más, no son producto de una elección, como debe serlo toda función del Estado. Desde cualquier vertiente de lo que se considera representatividad democrática, de Gran Bretaña a Uruguay, de Cuba a Turquía, es impensable un órgano de esa importancia que no fuera producto de una elección directa o de nominación por la Legislatura, que es el poder o la función que representa a la ciudadanía.
No es que el Consejo esté mal electo. No debería existir. Es un poder del vacío.
Es una aberración antidemocrática introducida en la Constitución por personas que ni creen en la representación ciudadana ni entienden la naturaleza del poder público.