Hay muchas maneras de amar a los libros. José Vera, por ejemplo, tiene una relación sensual con ellos. Su pasión es selectiva. Siente debilidad por los volúmenes raros y antiguos, esos tomos cuyo contenido han cifrado los siglos. Le gusta tocarlos, sentir la textura de sus páginas, mirar sus ilustraciones, imaginar los arduos talleres de los que salieron y admirar a sus impresores.El catalogador de la Biblioteca Fray Ignacio de Quesada, del Convento de Santo Domingo, de Quito, lleva más de 25 años dedicado a la catalogación de los libros de fondo antiguo de la ciudad y es uno de los pocos profesionales especialistas en ese tipo de volúmenes del país.
Los libros que él maneja son criaturas complejas y delicadas. La mayoría están encuadernadas en pergamino, una cubierta amarillenta trabajada a partir de la piel de un animal, que en América era generalmente el borrego. El tiempo ha arrugado y deformado estas cubiertas. A primera vista, los libros realmente parecen ancianos.
Cuando se los abre parece que fueran a suspirar o a quejarse. Pero, sorprendentemente, por dentro la mayoría está en perfecto estado. El papel, hecho a partir de fibra textil se conserva muy bien a la temperatura ambiente de Quito. Como algunos animales, estos libros han aprendido a usar su apariencia para desanimar a los posibles predadores.
Para José Vera son fetiches. Sobre su mesa de trabajo, a ambos lados de un computador, que ahora también parece jurásico, está apilada una decena de obras de entre los siglos XV y XVIII.
Usa dos lupas para examinarlos. Una, del tamaño de la palma de su mano, le sirve para analizar los detalles de los grabados que a veces ilustran las páginas, la otra de unos 5 cm de diámetro la usa para leer las anotaciones que los antiguos dueños les hicieron.
Vera sufre de hipermetropía y hace dos años sometió sus córneas a una operación para corregir ese defecto que consiste en no poder ver de cerca.La información que Vera necesita para clasificar un libro antiguo está consignada en la primera y la última páginas. Allí, encriptados en lenguas desusadas, están los datos que para un libro contemporáneo podrían parecer obvios, pero que para un volumen antiguo pueden resultar enigmas: título, autor, año y fecha de edición, nombre del impresor, número de hojas…
Hay otras señas de un libro antiguo que son igual de importantes pero que son solo para uso de los entendidos. Por ejemplo, si el libro se hizo en folio, en cuarto, en octavo, o en doceavo, que son indicadores del tamaño del papel. Cada libro lleva además grabada, en una seña que solo puede verse a contraluz, un sello conocido como marca de agua o filigrana. Es la firma que cada impresor colocaba en sus obras.
Cuando expone sus conocimientos el bibliotecario sonríe. Es una de las pocas veces que logra vencer su timidez.Pequeño de estatura, delgado y enjuto, semeja un asceta cristiano del medioevo. Los ocho años que pasó en el seminario de los jesuitas, formándose para ser sacerdote, marcaron su vida. La filosofía y la teología le dejaron un aire introspectivo. Si el fuera un libro antiguo, su marca de agua sería la cruz, los tres clavos y el sol que forman el logotipo de la Compañía de Jesús.
Aprendió la fe de Cristo de boca de sus padres, en su parroquia natal de Picoazá, en la provincia de Manabí. Vera recuerda un trópico infantil y casto. Mataba las tardes jugando a las cogidas con sus numerosos primos y ensayando clavados en el río Portoviejo. Por las noches sus padres se hincaban juntos a rezar el rosario o invitaban a su mesa al párroco, gran amigo de su padre.
De ese tiempo su madre, Dolores Vera, recuerda a un muchacho alegre, aunque tímido. Los libros ocupaban buena parte de su tiempo pero no lo apasionaban. Más bien parecía que ellos lo siguieran a él. En segundo curso, con apenas 14 años, fue nombrado bibliotecario por los padres jesuitas del Colegio Cristo Rey, donde estudiaba.
Pasó de la manera más simple. Todos los días el adolescente hacía media hora en bicicleta para ir desde Picoazá hasta Portoviejo. En los cincuenta, la secundaria se hacía en dos jornadas. Vera tenía que regresar a su casa a almorzar rápido, para volver al colegio. Llegaba sudando.
Uno de sus profesores le propuso a su padre que el chico almorzara en el mismo colegio. Este le contestó que José debía corresponder al plato de comida con algún trabajo. Entonces, por primera vez, los dados del azar se acomodaron: la biblioteca estudiantil estaba cerrada, así que el chico se encargó de ella.
Si le hubiesen preguntado entonces qué quería ser de mayor él habría contestado que médico. La economía familiar, sin embargo, no daba para sostener los largos años de estudio. A los 17 años, durante el retiro espiritual que los religiosos brindan a sus alumnos, tuvo tiempo de pensarlo mejor. Salió de ese campamento decidido a ser jesuita. Razonó así: los jesuitas eran gente que se dedicaba a servir a los demás y que también tenían bibliotecas muy bien surtidas en las que él, iniciado en esas labores, podía ser de alguna ayuda.
fakeFCKRemoveEran tiempos duros para la Iglesia. El Concilio Vaticano II había flexibilizado las reglas de la Iglesia y muchos de los curas dejaban los hábitos. Cuando Vera golpeaba las puertas de la iglesia, los sacerdotes salían por las ventanas. Su postulación no fue aceptada por una razón en apariencia sencilla: no podían abrir un curso solo para uno.
Tuvieron que pasar tres años para que el seminario abriera de nuevo sus admisiones. El curso tenía tres novicios, Vera era el único costeño. El segundo de los votos de consagración, el de castidad, fue el que, finalmente, le obligó a salir del seminario.
Cuando dejó el seminario, a sus padres se les rompió la ilusión de ver a su hijo oficiando la misa. Doña Dolores lo recuerda aún consternada. “Mi marido me dijo que no hay que decir nada porque hombre es hombre”.
Un día, ya fuera de la Orden, Vera se acercó a su novia y le dijo, como si tal cosa, que lo había abandonado todo. “Yo me lo esperaba. Fue el fin. Cuando terminó lo prohibido terminó la relación”. Pasó cerca de un año en el limbo. Uno de esos días paseaba por el parque El Ejido cuando de pronto divisó entre los caminantes a un ex maestro suyo, también salido de las filas jesuitas, Simón Espinosa.
Le pidió ayuda. El azar volvió a jugar: Espinosa lo recomendó para un trabajo en la biblioteca del Banco Central, de cuyo Centro de Investigación y Cultura, era director. Lo aceptaron.
Luego de algunos años el Banco Central le encargó a Vera la organización de la mítica biblioteca de Jacinto Jijón y Caamaño, adquirida por la institución.
En ese fondo Vera encontró varias de las joyas bibliográficas mayores del país como el volumen ‘De veritate’, un selección de Santo Tomás de Aquino, de 1482, el libro más antiguo del país, de lo que se lleva catalogado hasta ahora. Trabajó 25 años allí hasta que se jubiló. Luego fue contratado en la Biblioteca del Convento de Santo Domingo.
Una frase vuelve siempre a su boca para explicar su actitud frente a la vida. “Vivo la presencialidad”. Significa que procura pasar su día como si solo tuviera ese espacio para vivir.
En el bus en el que viene y regresa a su casa, en el barrio de Solanda, lee todos los días los ‘Ejercicios espirituales’, de San Ignacio de Loyola. Aún se considera discípulo del santo español.
Leonardo Loayza, uno de sus pocos amigos, recuerda a un hombre solitario aunque alegre. “Su humor es ingenioso y pícaro. Pocas veces se lo puede ver así, pero cuando lo hace es excepcional”. Loayza destaca, además, la fase aventurera de Vera. Le gusta escalar montañas. Ha subido cinco veces al Cotopaxi. Tiene 5 000 fotos de sus andanzas.
Ha dedicado su vida a admirar esos libros que lo rodean. Pero no ansía poseerlos. Sabe que la posesión es deseo y este, una forma de la frustración. De los libros antiguos ha aprendido a vivir el presente. Ellos le enseñaron su sereno y eterno presente.