La operación política de quienes no querían por nada del mundo que la Legislatura cumpliera su misión constitucional de entablar un juicio político al Fiscal General, rindió sus frutos temporales.
Tras meses de discusiones y debates, el Pleno de la Asamblea procesó el tema con una celeridad poco acostumbrada en la tramitología parlamentaria, que suele ser pesada y se toma sus tiempos. No hubo los votos para seguir adelante con el juicio. Unos pocos asambleístas de aquellos que juntaron sus firmas para avanzar en el juicio en primera instancia no estuvieron. Otros llegaron tarde y unos cuantos de partidos que proclamaron su postura de oposición se abstuvieron de votar o simplemente no se presentaron. El propio Presidente de la Asamblea se abstuvo cuando él, en primera instancia, sostuvo que debía proceder el trámite del juicio.
En el empate producido en la Comisión de Fiscalización, su Presidenta evadió asumir el voto dirimente, y luego no presentó los informes solicitados por la Presidencia para seguir el proceso.
Quedaba la carta del tratamiento del tema en el Pleno legislativo. Con el archivo del juicio, las suspicacias ciudadanas que manejan la tesis de una protección desde las altas esferas del poder al Fiscal General de la Nación acumulan argumentos a su favor.
Más allá de los debates, de los resultados y del show mediático que precedió al penoso desenlace estaba en juego la independencia de las funciones del Estado y el pleno derecho de los asambleístas a instaurar la fiscalización. Esta tarea y la legislación son por excelencia las potestades inherentes a esa función del Estado. Sin la indispensable fiscalización, el equilibrio e independencia de poderes parece, más que nunca, una obra de ficción.