Pocos escándalos como el de los casos de pedofilia han sacudido tan profundamente a la Iglesia Católica. Y es que no se trata de acontecimientos explicables con argumentos doctrinarios, como ocurre con la inquisición, la contrarreforma, la evangelización forzada o la intransigencia para con otras religiones. Hoy nos encontramos frente al encubrimiento de un delito particularmente grave –porque involucra y afecta a menores de edad– que, por añadidura, viola dogmas fundamentales de la institución.
Hasta ahora, la respuesta de la jerarquía eclesiástica mundial ha brillado por su modosidad e imprecisión. Que yo recuerde, jamás las autoridades del Vaticano habían hecho declaraciones tan ligeras en tan corto tiempo, sobre todo tratándose de una situación delicada al extremo. Se han hecho comparaciones tan desafortunadas con el Holocausto judío o con la conducta de los homosexuales, que han provocado la reacción indignada de esas importantes comunidades. La deserción masiva de fieles católicos en Alemania es un signo de inconformidad, que no puede ser soslayado.
Es muy probable que los correctivos que la sociedad y la comunidad cristiana esperan no apunten al fondo del problema. Como me comentaba un amigo cercano, amplio conocedor del tema, Benedicto XVI es un hombre tan inteligente y hábil que encontrará salidas que no comprometan ciertos pilares de la estructura institucional, como el celibato. La reciente disposición a los obispos de transferir al fuero policial los casos de pedofilia descubiertos, que antes eran manejados dentro de la reserva eclesiástica, apunta a una solución administrativa de las consecuencias antes que a un combate moral de las causas del problema.
En el fondo subyace la vieja, inflexible y a momentos tormentosa relación de la Iglesia Católica con la sexualidad, donde la castidad y el celibato únicamente son piezas de un engranaje más complejo. Ahí también constan temas espinosos como el control de la natalidad, el aborto, el uso del preservativo, el sacerdocio femenino, las opciones sexuales o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Temas cuya presencia y vigencia tienen demasiado tiempo, demasiado espacio y demasiada publicidad como para ser minimizados.
Hoy constatamos que el signo de los tiempos puede ser inclemente hasta con los asuntos divinos. En cierto modo, estos secretos, que según parece son parte de la Iglesia desde hace más tiempo del que imaginamos (basta leer la historia del mexicano Marcial Maciel), no han podido resistir las acometidas de la apertura cultural e ideológica de la modernidad, ni la globalización de la comunicación ni la superación de los prejuicios por parte de las víctimas.