Las tardes lluviosas de Quito guardan un secreto: las mujeres que toman clases de ‘striptease’. Y para descubrirlo instructora y alumna condensaron en cinco sesiones un aprendizaje que toma al menos tres meses.
Día 1: Dolor
Cuando uno no sabe, tiende a asociar el ‘striptease’ únicamente con la sensualidad y el placer’ Nunca con el dolor, y qué equivocados podemos llegar a estar.
Daniela Sánchez, la instructora que me revelará los secretos del ‘striptease’, espera en el salón vestida de negro. De fondo suena Beyonce y el reto comienza. A partir de este día soy una de las pocas mujeres de Quito que han tomado clases con Daniela, quien prefiere que el tema no se vuelva masivo y que enseña en grupos de máximo cinco mujeres. “Aquí estamos manejando emociones –dice muy seria, mientras corrige mi postura–, es algo íntimo”.
No han pasado cinco minutos y ya estoy sudando. De repente cada músculo duele. Los movimientos que en ella se ven tan naturales, a mí me cuestan ‘muelas’.
No hay concesiones, debo aprender en tiempo récord a desvestirme con gracia, bailando.
El punto es que no solo hay que aprenderse los movimientos, que no son tan complicados como exigentes, sino que hay que tener actitud; Daniela lo repite una y otra vez: “Esto es cuestión de actitud”.
Al parecer no tiene que ver con el cuerpo, el tamaño o la edad, todos podemos sacar ese ser sexy que nos habita, la pregunta es ¿cómo? La primera conclusión a la que llego: para resultar irresistible primero hay que sudar.
Mientras trato de imitar los movimientos de Daniela (decir que bailo sería una exageración) me miro al espejo y soy yo, pero no me reconozco. Un rollo abdominal que el vestido no logra disimular me obsesiona, lo veo y pierdo el paso, el ritmo, las ganas’
Daniela cuenta que muchas de sus alumnas de ‘strip cardio’ y ‘strip dance’ tienen más inseguridades que las que yo he revelado en la primera clase. “Hay mujeres que no se acercan a su marido porque tienen mal aliento o porque tienen espinillas”, me confía.
La escucho y trato de caminar con tacos altos, otra de las pruebas imposibles. Me pide que camine con gracia, en un zigzagueo, y que levante la rodilla, y que me toque con las manos el torso y la pelvis –de manera provocativa– y yo solo puedo pensar en que si me tuerzo el pie me rompo un tobillo.
Tras una hora y media de ejercicios, baile e instrucciones termino exhausta y busco la botella de agua que Daniela por suerte me advirtió que debía llevar. Me tiemblan las piernas y no dejo de pensar en cómo me dolerá todo a la mañana siguiente.
Día 2: No te quejes
Todo el día ha sido un constante dolor. Los músculos están resentidos y la autoestima también. A medida que se acerca la hora de la clase, siento una especie de fastidio; no quiero ir, porque sé que me va a doler, que no voy a poder.
Pero voy y Daniela me está esperando pegada al equipo de sonido, dejando que Beyonce fluya, mientras canta suave y sensualmente: ‘I rather be with you’.
Ni bien comienza la clase ya tengo una nueva preocupación: lo mala que resultó mi memoria. Y los “no puedo” se van sumando, pero eso para Daniela no existe.
“Baja, baja, baja”, me repite obligándome a hacer una contorsión complicadísima (sentada con las piernas abiertas, tratando de pegar la barriga al piso); con delicadeza aplica peso sobre mi espalda para que lo logre y, obviamente yo no lo logro y en lugar de eso empiezo a quejarme, y justo ahí me dice: ‘No te quejes, usa esa energía para hacer el ejercicio, baja más’. Dejo de quejarme y bajo quizás un milímetro más.
La repetición es lo que marca la clase. Una y otra vez los mismos pasos, y a la vez tengo que saber qué quiero tocar cuando mis manos repasan mi torso, que no sea un movimiento laxo sino consciente. Lo logro y pasamos a otra cosa: movimiento de cabeza, luego las caderas de lado a lado, con ímpetu, después la caminata (que me cuesta mucho) y la vuelta, jugando con el pelo. Una y otra vez, hasta aprenderlo de memoria. Ya casi tengo los movimientos, no la gracia para hacerlos.
El descubrimiento del día: cuando me suelto el pelo –casi al final de la clase– me veo bien, me siento bonita, y los pasos que me salen igual de mal no se ven tan mal. Con el pelo suelto, y ese podría decirse que es un tip, una siempre se verá mejor. Ya lo dijo Daniela: es cuestión de actitud.
La clase termina con tarea para la casa: aprender la coreografía, ponerme una crema rica o algo que me haga sentir bien y sonreír a cinco desconocidos.
Día 3: El almohadón
Con los deberes a medias (no es fácil sonreír porque sí a un desconocido), llego puntual. Beyonce ya está cantando y yo estoy más tensa que nunca. Daniela lo nota y me lo dice, también pierde un poco la paciencia porque mi memoria es pésima.
No pasa nada nuevo durante casi toda la clase: repaso, me equivoco, me duele todo’ Es un poco desalentador ir tres días haciendo el ridículo frente al espejo.
Casi al final, Daniela vuelve de alguna parte con unos almohadones. La idea es que debemos pensar que ese almohadón es nuestra pareja. Y tocarnos nosotras mismas. Aunque no parezca, es difícil tocarse uno mismo con alguien viendo; pero con las instrucciones adecuadas, las cosas fluyen. Sobre todo cuando tenemos un almohadón que nos desea’
Día 4: Dos botones
Llego preocupada, sin los deberes otra vez. Extenuada por la jornada laboral. No hay calentamiento, es decir que no hay dolor. Solo baile y una incorporación fundamental: el aprendizaje de cómo desabotonarse un saco en ocho tiempos y girando.
El tip de la clase: los botones siempre se abren de abajo hacia arriba (para mostrar al final lo que más interesa). La coordinación entre los movimientos de las piernas, del pelo, y ahora de las manos con una misión concreta (deshacerse del suéter) me resulta menos compleja.
Una vez desabotonado el saco, hay que mostrar los hombros, luego sacar un brazo de la manga y al final, de frente a mi observador imaginario, sacar el otro brazo y lanzar con fuerza y sensualidad el saco al piso. No es tan difícil.
Concentrada en los dos botones, en si eran muy pequeños o en si me demoraba mucho, gracias a no sé qué don de la memoria corporal, bailo la coreografía casi sin equivocarme. Eso me vale un: “¡Ya te sabes la coreografía, bien!”.
Día 5: Las fotos
Es la última clase. Ya no tengo nervios ni soy la aprendiz, sino la periodista. Más que la coreografía importa si el fotógrafo llega o desde qué ángulo podrán hacerse mejor las fotos.
Caliento un poco, me pongo la ropa pensada para la ocasión (que nunca aprendí a sacarme, es muy poco tiempo y no soy precisamente una alumna aventajada).
El fotógrafo llega; está por todos lados, es silencioso, pero su imagen en el espejo lo delata. Su capacidad para mimetizarse logra que nos olvidemos de él. Increíblemente ninguna de las dos está nerviosa. ¿Cuestión de actitud?
De repente ya estamos bailando, ya no me importa si me equivoco, tengo casi dominada la situación, pero sale Daniela con la ocurrencia de incorporar sillas al baile. Sigo las instrucciones y en seguida entra en escena una corbata. Sudo más porque la silla exige un mejor estado físico; es una aliada y un reto. El universo del ‘striptease’ parece interminable.
Hacemos las fotos, nos reímos, las dos gritamos cuando estamos a punto de caernos. Y cuando el fotógrafo se va, Daniela me propone a ensayar una caminata, me invita a ser sexy, segura, alegre, coqueta; me dice: “Aprende a sonreír, que eso le sirve a uno en todos los momentos de la vida”.