A los 7 años, Enrique Tábara conoció a su padre. Un hombre de bigotes lo interceptó en la calle, se identificó como su papá y lo llevó a comer un helado. Sus padres estaban separados, y cuando Enrique volvió a casa nadie le creía. El menor de siete hermanos corrió a buscar lápiz y papel, dibujó con pocos trazos el rostro de su padre, dominado por unos largos mostachos. Solo entonces sus hermanos le creyeron.
La anécdota marca su relación con el oficio de la pintura como lenguaje expresivo y una forma poderosa, quizás la única, de relacionarse con el mundo.
“La pintura en mi vida es a veces inexplicable, desde muy niño intentaba hacer otras cosas, era mal alumno, no podía hacer algo diferente a dibujar y pintar”, cuenta Tábara, a sus 85 años el artista guayaquileño vivo más importante. “Me pasaba cinco días sin pintar y ya me sentía enfermo”.
Artistas y críticos exaltan a Tábara bien como el último gran purista del arte ecuatoriano (a criterio del pintor Saidel Brito), también como una caja de sorpresas frente al caballete (dice la crítica de arte Inés Flores), o como el cultor de una poética existencial que le imprime a su obra el fondo de una esencia humana (según la escritora Sonia Manzano).
El acceso a Tábara es mínimo, pues casi no sale de su propiedad ubicada en Los Ríos. Esta es una de esas raras veces en la que, además, el maestro hace el ejercicio de explicarse como artista.
La entrevista tiene lugar en el barrio Centenario, en el sur de Guayaquil, que parece habitado solo por pinturas del artista. La cabellera blanca, el rostro surcado por la cartografía de los años, Tábara se muestra lúcido y sencillo al hablar.
Nació en el populoso barrio del Astillero, pero desde hace décadas lleva una vida rural cerca de Buena Fe, en Los Ríos. “Ya no podía pintar en Guayaquil, las musas se fueron y me las encontré en Cuatro Mangas, adonde llegué por primera vez hace 25 años”.
El artista comenzó haciendo realismo social de estilo expresionista; pintaba personajes marginados de los barios de Guayaquil. Saltó a la abstracción geométrica, al informalismo de inspiración precolombina, pintó hechiceros con rostros de perro, árboles e insectos del trópico, hasta encontrar la impronta que lo caracteriza: la serie ‘Pata Pata’.
Los pies, piernas y botas tomaron un relieve especial a partir de 1967. El primero de esos trabajos lo realizó en Nueva York. “Venía cansando de la etapa precolombina y la cosa abstracta. Quería entrar a una figuración, hice el dibujo de una mujer, pero lo rompí enseguida. Aquello ya se había hecho”, cuenta el artista. “Entonces tiré los pedazos del dibujo, pero se quedaron las piernas. Me quedé asombrado, tomé esas piernas y las pasé en acuarela a otra cartulina”.
Actualmente trabaja el ‘Pata Pata’ en dos vertientes. A un estilo le llama kilométrico: piernas oscuras en fondo claro –o viceversa– “tan fáciles de distinguir que las puedo poner a
1 kilómetro y se ve que son tábaras”.
El otro tipo de obra, la que guarda sistemáticamente con miras a abrir una exposición de 80 pinturas en Valencia (España), presenta una limpieza entre el juego de color y contraste. Es una serie de colores tierra que trabaja desde hace cinco años, y a la que dedica seis horas diarias de trabajo.
Las piernas están sintetizadas y diluidas, al punto que algunas parecen abstracciones. Los lienzos juegan con la textura, con doble relieve e incluso uso de arena. “Yo me he pasado más de 30 años pintando patitas, y siempre me preocupó la imagen. Ahora mi preocupación es algo a lo que los artistas le dan la espalda: el espacio. El espacio plástico”.
El guayaquileño toma la posta de Antoni Tàpies, figura del expresionismo abstracto europeo, con quien Tábara expuso en los 60. “Estoy tratando de que el espacio sea más importante que la imagen, algo que Tàpies nunca consiguió porque se dejó arrastrar por esa fuerza que tenía su trazo”.
Aunque llegó un momento en que quiso apartarse de la geometría de la América aborigen, el pintor dice que siempre terminó regresando a esas ideas que corren por su sangre. Tábara cree que en su obra actual sobrevive algo de la construcción de espacios y la “seriedad” de la coloración del arte ancestral; encontró un lenguaje, una forma de encausar lo esencial de aquella estética en un estilo propio. “Me gusta que la gente vea ese rasgo precolombino en mis obras”.