Rosa Conforme, de 40 años, es una de las pocas mujeres de Isidro Ayora que tejen hamacas de mocora. Foto: Mario Faustos/EL COMERCIO
Rosa Conforme recuerda a su abuela tejiendo. Cada mañana ella se sentaba a su lado y aprendía una labor que a sus 40 años aún conserva.
Era una niña cuando empezó a hilar la paja de mocora. Cada ramita se tuerce, se deshilacha y luego se amarra de un clavo para hacer los interminables hilos que servirán para dar forma a finísimas hamacas.
Sus dedos se mueven con una habilidad innata en el hilado. Ahora tiempla los hilos frente a su casa, de una esquina a otra, ubicada a pocas cuadras de la carretera principal que atraviesa Isidro Ayora.
El tejido de hamacas de mocora desde épocas pasadas le ha dado el nombre de ‘Cantón de las Hamacas’. Y con ese apelativo se vende en los catálogos de turismo de la Prefectura del Guayas.
Rosa Conforme antes tejía una hamaca cada 15 días. Ahora “me embromo un poco” y demora hasta dos meses, dice. Sufre de epilepsia y la enfermedad hace que la labor manual se extienda.
Pero esta mujer, nacida en este pueblo de origen montuvio, no quiere abandonar el tejido que le ha ayudado a criar a sus seis hijos, así como ha sido el sustento para su madre, su abuela y otras mujeres del lugar. Lastimosamente, ninguno de sus hijos heredó ese legado.
Después de días de enfermedad se levanta y retoma el tejido. En el patio de su casa tiene el bastidor. Es una estructura de cuatro cañas y dos largueros de madera donde tiene avanzada solo una cuarta (unidad de medida) de las ocho que tiene de ancho la hamaca.
Ese trabajo es un pedido de Marco Martillo, dueño de uno de los cuatro puestos de ‘hamaqueros’ en Isidro Ayora. Ella le vende la hamaca en USD 140 y el producto se puede llegar a comercializar hasta en USD 200.
El cantón guayasense -ubicado a 54 kilómetros de Guayaquil- es una parada obligada para los turistas que pasan por ahí. Para degustar las tortillas de Manuca y para comprar las artesanías que venden en los locales que están a los costados de la vía, que conecta con otros pueblos montuvios.
No se conoce con exactitud cuántas mujeres del pueblo siguen en la actividad. Murillo dice que no son más de cuatro.
Gloria Cruz, la cuñada de Rosa, también hace hamacas de mocora. Mientras, Benita Holguín, de 60 años, ya dejó el oficio. Ella es la madre de Rosa.
Murillo menciona que por su calidad, las hamacas de Isidro Ayora son bien apreciadas por los turistas. De aquí salen las de tejido fino, que se venden hasta en USD 200. En Lomas de Sargentillo, el cantón vecino, elaboran las de tejido grueso, por las que pagan hasta USD 100.
“No es que desacredite a las Lomas, pero allá hacen las puntadas chuecas…”, dice Rosa. En cada detalle demuestra la devoción por el tejido. Hasta los 14 años de edad ella hacía el hilado para otras mujeres, hasta que se dedicó a trabajar sus propias hamacas.
El tejido tiene sus secretos, desde que se compra la paja de mocora que los comerciantes traen desde Paján (Manabí). Un paquete de 10 libras cuesta USD 20. Para una hamaca de ocho cuartas se necesitan unas 14 libras de paja.
Las tejedoras compran la materia prima a los ‘hamaqueros’ que, a su vez, la adquieren de los intermediarios de Paján. Amador Martillo, el hamaquero más antiguo del pueblo, hace años viajaba hasta Manabí. Pero a sus 86 años ahora más pasa sentado afuera de su local, esperando clientes.
Las agujas son de cabo de hacha, un árbol costeño. “La conseguida es difícil, ‘er’ que las hacía ya murió”, menciona Rosa, mientras da las puntadas en un oficio que no quiere dejar.