La muestra del Centro Cultural Metropolitano, en Quito, abre varias preguntas acerca de la identidad y las luchas sociales a lo largo de un siglo.
‘desMarcados. Indigenismo, Arte y Política 1917-2017’ es, más que una exposición, una oportunidad. O varias. Oportunidad para mirarnos de cerca en nuestras taras pasadas y actuales. También en nuestro valor y nuestra belleza. Es la oportunidad de entrar a la historia, con mayúscula y minúscula (ambas importan, la una no se entiende sin la otra); y mientras realizamos ese paseo indagar quiénes somos, cómo nos vemos, cómo entendemos a esa población enorme que siempre hemos considerado ‘el otro’, sin entender que todos, de alguna manera, somos ese otro.
La muestra, que estará abierta hasta mayo de este año en el Centro Cultural Metropolitano (CCM), es también una oportunidad para repensar el arte que se ha hecho en el Ecuador y repensarnos desde ese arte. Para, por ejemplo, darnos el chance de abandonar los clichés sobre el indigenismo, del que mucho se habla (se repite, sería más preciso decir) y poco se ha profundizado. Por qué surgió, quiénes estuvieron detrás… y luego cómo fue eclipsándose hasta convertirse en una especie de paria comercial, en un arte oficial/institucional.
Las cinco curadoras de la exposición -Alexandra Kennedy, Trinidad Pérez, Lucía Durán, Malena Bedoya y Pilar Estrada- han tenido el acierto de abrir varias puertas desde las cuales entrar a este momento del arte y de la sociedad ecuatoriana, a lo largo de 100 años. Lo han hecho desde una propuesta compartida: desmontar el esquema tradicional de representación del indígena que opera desde la Colonia; ejercicio difícil pero no imposible, y, sobre todo, necesario.
En esta línea, uno de los cometidos es despojar del sentido poético a las imágenes de explotación. No en el sentido de negarlo sino de reconocer que una imagen hermosa puede, también, legitimar la injusticia; normalizar el abuso. Otro, hacer explícita la ventriloquía que ha operado en este tipo de expresión estética (al igual que pasó en la literatura) y, más que juzgarla entenderla como tal, con lo cual cobra nuevos significados.
De esta manera se puede entender lo que la investigadora estadounidense Michele Greet (autora de ‘Beyond National Identity. Pictorial Indigenism as a Modernist Strategy in Andean Art, 1920-1960’) caracteriza como una tendencia intelectual panlatinoamericana que denuncia la explotación política y económica de la población indígena.
Una voz de esos años da cuenta de este proceso; a finales de la década de 1930, Alfredo Chaves escribía en la revista del Sindicato de Escritores y Artistas (SEA) que los jóvenes artistas de esos años vivían “la profunda hora de la creación de una sociedad nueva (…). Esta honda transformación social se está haciendo mediante el derrumbamiento de una sociedad vieja, que al desvastarse (sic) ocasiona el doloroso crujir de su cultura”.
La muestra del CCM también trae a colación una reflexión de la historiadora del arte peruana Natalia Majluf en cuanto al lugar de enunciación del indigenismo en todos los países en los que se posicionó. Tanto en México como en Perú, al igual que en Ecuador, la proclama del indigenismo se hizo desde la intelectualidad.
Los intelectuales asumieron responsabilidad por los menos favorecidos e históricamente maltratados; Greet lo pone en estas palabras: “El sentimiento indigenista -el compromiso de terminar con la explotación social y económica de los americanos originarios- comenzó a emerger en México y en los Andes a finales del siglo XIX e inicio del XX, pero la palabra indigenismo no apareció en los escritos sobre las condiciones de los pueblos autóctonos hasta 1925.
Mientras el haberle dotado de un nombre a este fenómeno marca el crecimiento de una conciencia transnacional de la situación de los grupos indígenas de la región, también era una señal de cómo las élites intelectuales estaban estableciendo los parámetros que cambiarían esta situación”.
Este tipo de arte daba salida a la necesidad de la construcción de una identidad; pero una identidad que ya no se erigiría sobre la hispanidad sino sobre las raíces indígenas de estos países y daría visibilidad a los sectores marginados. Una intención que con el tiempo y un proceso complejo de institucionalización llegaría a convertirse en panfleto algunas décadas después.
Pero antes, en un inicio, en la plástica, entre los intelectuales que ejecutaron entre los años 20 y 30 del siglo XX esta ventriloquía bienintencionada, pero ventriloquía al fin, estaban Camilo Egas, Eduardo Kingman, Germania Paz y Miño, Piedad Paredes, Alba Calderón, Diógenes Paredes, Pedro León… Todos ellos forman parte de la muestra; y esta es una fortaleza de la misma: la potencia de la obra reunida, organizada de tal manera que pueda narrar al país desde el arte y su relación con la sociedad.
Pero no solo están presentes las distintas ventriloquías -como la del folclor, que es una forma del hablar de ‘el otro’ pero sin que en esa otredad haya realmente un sujeto-, también hay un espacio importante (en el Museo de la Ciudad), donde está la quinta sala que completa la muestra: ‘Laten las luchas’, en el que se recorre el proceso que empieza a poner fin a la ventriloquía. Aquí ya no son los mestizos hablando por los indios, sino ellos, a cargo de su propia voz, desde su estética, su mirada, sus intereses.
Al salir de la muestra, queda nítida la sensación de que ‘desMarcados. Indigenismos…’ es además una oportunidad para preguntarnos qué ventriloquías protagonizamos ahora; a nombre de quiénes o de qué hablamos; o quiénes están hablando a nuestro nombre. Y también cuestionarnos a dónde nos puede llevar todo esto.