Estudiantes con banderas proindependentistas durante una demostración el 28 de septiembre en Barcelona.
La emoción, contenida durante un día largo y tenso de incertidumbre, apuros y forcejeos con la Policía, estalló en aplausos, abrazos y llantos cuando fueron anunciados los resultados del referéndum al que habían sido convocados los habitantes de Cataluña para decidir si se separaban del Reino de España y formaban su propia república, independiente y soberana. Era casi la medianoche del domingo 1° de octubre y, a medida que se divulgaban los números, la euforia subía, las ovaciones aumentaban y volaban los corchos de las botellas de cava con que se multiplicaban los brindis. “¡Visca Catalunya!”, “¡Viva Cataluña!”. El ‘sí’, en efecto, había ganado. Y lo había hecho por paliza.
Así, por ejemplo, en el municipio de Palol de Rivardit, el ‘sí’ a la independencia obtuvo 1 001 votos, del total de 358 ciudadanos habilitados para votar. Y 1 014 en L’Estany, con 340 personas registradas. Y 527 de los 164 censados en Espinelves. Paliza. Claro que los números no cuadraban (y no cuadraron en al menos 71 municipios de la comunidad de Cataluña), pero, ¿qué importaba la aritmética –e incluso la democracia, la constitución, las leyes, las resoluciones judiciales y hasta su propio estatuto- cuando estaba de por medio nada menos que la independencia y la creación de su propio país?
Más aún, ¿qué importaba que el sesenta por ciento, o más, de los catalanes se hubiera negado a votar ante la ilegalidad y la falta de garantías del referéndum, por la inexistencia de padrón electoral, recintos autorizados, urnas seguras y autoridades de control? Sí, la independencia no podía detenerse por sutilezas, como aquella de que, según las cifras del escrutinio de la Generalitat, la suma de los votos positivos, negativos, nulos y en blanco llegaba a un deslumbrante 100,88 por ciento… Insignificancias, detalles menores.
Insignificancias, claro, porque ese anhelo de ruptura e independencia los separatistas lo fundamentan en una lista nutrida y variopinta de motivos, que van desde lo histórico (“la de 1714 fue una guerra de secesión en la que Cataluña fue conquistada”) hasta lo económico (“España nos roba”), lo político (“el estado español es autoritario”), lo administrativo (“el sistema de las autonomías ha fracasado”) y lo jurídico (“Cataluña tiene el derecho imprescriptible e inalienable a la autodeterminación”). Motivos poderosos, sin duda. Pero falsos.
En cada partido que se juega en el estadio del Barcelona, un bastión del independentismo, en el minuto 17,14 se eleva, durante 60 segundos, una ovación vibrante y poderosa en recuerdo de lo que esa hinchada fervorosa dice que fue la guerra de secesión e independencia de 1714, a cuyo final la Cataluña que quería ser libre quedó sometida a la Corona de los Borbones. No ocurrió así, sin embargo. La Guerra de Sucesión Española fue, en realidad, un conflicto internacional a la muerte sin descendencia del rey Carlos II de Habsburgo, en el que, buscando alianzas y supremacías, se involucraron las grandes potencias europeas de la época detrás de los aspirantes al trono: el archiduque Carlos, también la Casa de los Austrias, y Felipe de Borbón, nieto del rey de Francia, Luis XIV.
Fue una guerra de dinastías, pero también de visiones del mundo: el librecambismo de ingleses y holandeses, que se alinearon con los Austrias, contra el proteccionismo y el centralismo de las coronas francesa y castellana, que respaldaron a los Borbones. Los catalanes se unieron primero a Felipe, pero después se inclinaron por Carlos. Apoyos inestables y efímeros. Cuando terminó la guerra, en 1714, ya Carlos había vuelto a Viena para ser coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y, en Versalles, Felipe V había sido coronado rey de España, lo que, al pacificarse la península, permitió a Cataluña entrar en un período de enorme prosperidad económica. La independencia nunca estuvo en disputa.
Tal como el histórico, todos los argumentos rupturistas se basan en mitos, leyendas o, como mucho, verdades a medias. Deleznables todos. Sin embargo, armados con esas falacias, unos dirigentes políticos irresponsables y codiciosos -reforzados en sus ambiciones por el inmovilismo pétreo del impávido señor Rajoy- llevaron a Cataluña a una situación de honda división interna, en que los opuestos a la secesión (más de la mitad, según las últimas elecciones) fueron hostigados e invisibilizados, a pesar de sus certeras admoniciones de que, si rompiera con España, Cataluña saldría de la Unión Europea, perdería el euro y el mercado común más opulento del mundo y quedaría convertido en un ente extraño, obligado a emprender un proceso farragoso y prolongado para llegar a ser un Estado reconocido, integrante en plenitud de derechos de la comunidad de naciones.
Pero eso no ocurrirá con Cataluña. La sedición está condenada al fracaso, aunque, para desventura de esa sociedad moderna, creativa y talentosa que es la catalana, la aventura secesionista la dejará partida en dos, con una herida sangrante que no será fácil de suturar. Quedarán cicatrices. El nacionalismo, que está detrás del independentismo, es una ideología anticuada, racista y aberrante, causante de demasiadas calamidades a lo largo de la historia. Con quienes la profesan todo entendimiento es imposible. ¿Cómo podrían las legítimas autoridades españolas dialogar con los promotores de un atentado tan directo contra la constitución, las leyes, la libre convivencia ciudadana e incluso la integridad de un país con cinco siglos de historia común?
Hay, no obstante, antecedentes que algún optimismo aportan. El del Canadá, ante todos, que se ha reconfigurado en armonía después del desafío que fue el intento de secesión del Quebec. O el del Reino Unido, donde solo la torpeza del “brexit” ha vuelto a poner en duda la permanencia de Escocia. Y a pesar de que el secesionismo resurge una y otra vez, el desastre de Cataluña repercutirá en otras regiones que, cada una por sus motivos, en algún momento han soñado con la independencia: Padania, Flandes, Córcega, Bretaña, Alsacia, Osetia del Sur, Abjasia, las islas Feroe, el Sahara Occidental, Tíbet, Puerto Rico… El Kurdistán y Palestina son, por cierto, casos distintos. Pero, en definitiva, el secesionismo es una ideología en retirada. Al menos por ahora.
* Periodista.