La revolución digital de nuestros días ha modificado todas las instituciones y actividades basadas en la imprenta, entre ellas la organización social y la actividad pública. Ha transformado la política en videopolítica, cuya característica principal es la anteposición de las imágenes sobre las palabras.
El escenario de la comunicación del líder con las masas ya no es la plaza pública sino el set de la televisión. Está en retirada la vibrante, arrebatada, arrolladora, persuasiva, estruendosa y gesticulante oratoria de masas. Y ha sido sustituida por la retórica de circuito cerrado de la televisión.
Al ritmo de la sofisticación televisual han proliferado los “escritores fantasmas” (ghostwriters), que escriben los discursos que los presidentes y los políticos leen como suyos. Y han aparecido también los forjadores de eslóganes (sloganeers), los hacedores de frases (phrasemakers) y los buscadores de pensamientos de grandes filósofos (wordsmith) para engalanar los discursos de los videopolíticos.
Han hecho presencia los magos de la imagen, los expertos en expresiones televisivas de impacto —sound-bytes—, los gurús del marketing político y otros tantos fabricantes de trucos para “meter gato por liebre” a los electores de la era digital.
En las estaciones de TV existen salones de belleza para acicalar, peinar, maquillar, embellecer y rejuvenecer a los entrevistados y a los entrevistadores. Personas especializadas analizan los colores de su vestido —porque hay colores más “telegénicos” que otros— y aconsejan la ropa que debe usarse. Todo esto, bajo la obsesión paranoica por la imagen, que caracteriza a la videopolítica de la era digital.
En este submundo de las imágenes, creado por la informática, se ha suplantado la inteligencia de los actores políticos por la telegenia, la realidad por la apariencia, el discurso por el estilo, el contenido por la “envoltura”, la consistencia de las ideas por la eufonía y la verdad por la verosimilitud. Todo lo cual implica una subversión de los valores éticos y estéticos y una trivialización de la política.
Una suerte de iconolatría mediática, es decir, de adoración de las imágenes televisuales e informáticas, envuelve a la vida política. Y esto deriva con frecuencia en “iconocracia” —palabra que hace falta en el diccionario—, o sea en el poder o autoridad de los íconos mediáticos dentro de la videopolítica.
La revolución digital ha hecho de la política una actividad farandúlica, en la que con frecuencia no triunfa el mejor pensador sino el mejor histrión.