“El tiempo da las vueltas” –dijo Úrsula Iguarán cuando empezó a ver que en su familia se repetían episodios ya vividos, caracteres ligados para siempre a ciertos nombres. Con sabiduría insuperable (mucho más profunda y humana que la de cualquier académico) había entendido que para estirpes condenadas a cien años de soledad es imposible escapar del “mito demencial del Eterno Retorno” (Kundera).
“El tiempo da las vueltas”, podríamos repetir ahora los ecuatorianos, cuando estamos presenciando por enésima vez el mismo espectáculo deprimente de las competencias pre-electorales. Es muy cierto que para miles de jóvenes que experimentan por primera ocasión los ajetreos de estos días, todo parece novedoso, lleno de sorpresas y tal vez apasionante o repulsivo, según el talante de sus valoraciones; pero quienes hemos vivido ya estos procesos estamos viendo que, como veía Úrsula, los episodios de repiten y las posturas y definiciones parecen ligadas para siempre a ciertos individuos, mientras otros, sin asomos de rubor, empiezan a agregar nuevas insignias a la nutrida colección que tienen ya formada. Todos claman por una unidad que nadie busca, aseguran haber descubierto el secreto para superar la escabrosa situación de nuestra economía, declaran su amor al pueblo y exhiben sus manos impolutas; pero a la vuelta de la esquina proclaman candidaturas diferentes, negocian pactos cuyos términos permanecen desconocidos, buscan algún lugar en las listas numerosas de anhelantes competidores y asumen los aires de victorias improbables. Solo que la única receta que parece clara es la que se encamina a favorecer, no a los ciudadanos ni a un sector determinado del conjunto, sino a ese nuevo dios que se llama Capital. Sus sacerdotes se frotan las manos calculando sus ganancias, y se consuelan de sus culpas pensando que algo podrá gotear después para los que se encuentran más abajo.
¿Pesimismo? No: simple sentido de realidad. Si algo nos llega con los años es que entre la verdad y la palabra siempre hay una distancia, cuya longitud puede llegar a la desmesura cuando se trata de la palabra de los políticos de profesión.
Me entristece decirlo, pero es así. Ya he escuchado muchas veces el mismo discurso altisonante, y he sentido después, casi sin excepción, la misma desilusión que siento ahora. ¿Será que algún hado maligno lanzó contra nosotros la condena de vivir cien años más bajo el peso de una irredenta soledad?
Si la política ha extraviado su camino y la buena voluntad de algunos ya no alcanza para devolverle la orientación precisa ni la cordura necesaria, es tiempo ya de volver a lo político, entendido, según ha planteado Echeverría, como la capacidad humana de dar una forma específica a nuestra vida social. Una forma que no se modela en las constituciones, sino en la imaginación artística y literaria, en la pregunta por el ser humano y su destino, por el puesto que nos toca en un mundo cuyos fundamentos hemos carcomido con nuestras ambiciones.
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