El primer coletazo de esa crisis que el Gobierno dice que no existe me alcanzó en abril, cuando de la noche a la mañana se suspendió el financiamiento universitario de una memoria oral de la medicina quiteña que tenía bastante avanzada, pues durante seis meses me había pasado entrevistando a los viejos doctores, hurgando en libros empolvados y en el Museo de la Medicina, y mirando fotografías antiguas y películas sobre el tema.
Así descubrí ‘Manos milagrosas’, en la que Cuba Gooding Jr. encarna al cirujano afroamericano Ben Carson, el genial separador de siameses que anda ahora de candidato republicano, buscando la droga del poder al tiempo que borra con el codo lo que operó con la mano. Y, sobre todo, me volví seguidor de The Knick, serie que recrea un gran hospital de Nueva York a inicios del siglo pasado y cuyo protagonista de ficción, el doctor John Thackery, ha sido construido siguiendo el modelo del doctor House, pues ambos son geniales y ambos son adictos; el uno a la cocaína, el otro a la codeína.
Hace cuatro años me preguntaba aquí cuál era el encanto de House, ese médico arrogante, excéntrico, patojo y desaliñado que transgrede las normas, pero que diagnostica mejor que nadie. La respuesta apuntaba a que es más humano, vulnerable y cercano que esos médicos inmaculados de la televisión tradicional. Y es evidente que los guionistas de The Knick aprovecharon ese perfil tan atractivo (y con tanto ‘rating’) del antihéroe en cuya mesa de cirujano se decide el destino de sus pacientes. Cuestiones de vida o muerte que nos conciernen a todos.
Pero lo que lleva la serie a un nivel espectacular es la actuación de Clive Owen (como Thackery) y del resto del elenco, bajo la dirección magistral de un hombre que viene del cine, Steven Soderbergh, quien hace, además, la dirección de fotografía y se encarga de la edición. A esa calidad cinematográfica aporta la meticulosa recreación del Nueva York de 1900, cuyo hospital histórico, el Knickerbocker, se halla en plena ebullición con técnicas quirúrgicas que nos parecen prehistóricas. Da escalofrío, por ejemplo, constatar la limitada asepsia que explica la alta tasa de mortalidad de los operados.
Diversos personajes simbolizan conflictos de rabiosa actualidad, tales como el cirujano negro que soporta el racismo (al estilo del futuro Ben Carson), la monja solidaria que practica abortos clandestinos y el encargado de la construcción del nuevo edificio que infla los costos para cobrar comisiones más altas (como lo harán acá ciertos gerentes de hospitales públicos), sin que falte la guapa enfermera enamorada ni el hecho histórico de que en ese NY donde todavía trotan los caballos ha arrancado la construcción del Metro.
Mi memoria inconclusa no llega a tanto, pues se concentra en el relato de los viejos patriarcas de la medicina quiteña, sobrios y abnegados, pero que debieron enfrentar muchos de los conflictos que vemos en The Knick.
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