Franco murió en 1975 convencido que dejaba el futuro español “atado y bien atado”. Nunca lo creí. Él, hombre de orden y cuartel, pensaba que el separatismo y la anarquía conducían a la catástrofe si no había mano dura para evitarlo.
Afortunadamente, Juan Carlos, el joven Borbón que designó para continuar su régimen autoritario, tenía otra idea: que sólo valía la pena reinar donde la Corona estuviera subordinada a la Constitución y al Parlamento, como en el norte de Europa occidental.
Juan Carlos, con ayuda de las Cortes, reclutó a Adolfo Suárez como Presidente de Gobierno.
Fue el negociador ideal para lograr un cambio aparentemente imposible: que los franquistas se transformaran en demócratas, los socialistas abandonaran el marxismo, los comunistas renunciaran al leninismo, los vascos y catalanes aplazaran sus pulsiones nacionalistas, el ejército subordinara su jefatura a los civiles, la Iglesia bendijera la metamorfosis, y todos admitieran la monarquía.
Todos necesitaban a Juan Carlos para insertarse en el orden democrático surgido en apenas 3 años.
La transacción funcionó.
Los españoles, se dice, no se hicieron monárquicos, sino juancarlistas. Porque sin él y su predicamento en las Fuerzas Armadas, el tránsito a la democracia se habría interrumpido.
Esa primera transición funcionó 39 años. Sólo faltaba probar la transmisión de la autoridad en la monarquía.
Acaba de suceder.
Con la abdicación de Juan Carlos I y la asunción al trono de su hijo, quien reinará como Felipe VI junto a Letizia, comienza una etapa donde las prioridades serán: crear nuevas empresas generadoras de empleos, combatir la corrupción; enfrentarse constructivamente al separatismo vasco y catalán; revitalizar la monarquía, hoy devaluada por los escándalos económicos del yerno del rey y el frívolo comportamiento de Juan Carlos I, al marcharse con una “amiga” a cazar elefantes en plena crisis económica.
La inmensa tarea que Felipe y Letizia enfrentarán desde el primer día de su reinado es convertir a los españoles juancarlistas desengañados en monárquicos convencidos de la utilidad de una institución que los conecta con su historia y forma parte de las señas de identidad colectivas, como sucede en Holanda, Inglaterra o Escandinavia.
El prestigio de Juan Carlos I creció mientras España prosperaba y cayó en picado cuando la economía se hundió.
Felipe y Letizia, los nuevos reyes, tienen gran preparación, pero tocará a Rajoy y a quienes vengan detrás, gobernar bien para que la monarquía se sostenga.
En 1981 el rey salvó a la democracia.
Ahora la democracia debe salvar a los reyes.